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Enterrado en los ojos que un día besó

Miguel Jiménez Amaro

Aquella tarde no se vieron en el recreo del instituto. Él presintió que algo a sus espaldas había ocurrido. No tardó en saberlo, solo tuvo que esperar al toque de la última campana con la que empezaban o acababan las clases. La esperó en el sitio donde siempre se veían. Él la divisó desde lejos. Su caminar no era el mismo. Venía cabizbaja. La cara de ella, al acercarse, tampoco era la misma. Era una cara de desangelo, de rabia contenida, de pena, de disgusto. Traía los ojos llorosos, algo empapados en lágrimas. A él se le heló el estómago. No se atrevió a besarla, ni a cogerle la mano, como hacía siempre. Solamente la acompañaba al ritmo de su paso, del que se sentía como tirado por una brida invisible. Aquella escena a él le pareció como el resultado de un conjuro.

“Cielo, ¿y qué es lo que te ocurre?” Le preguntó rompiendo aquel nervioso silencio sepulcral. Ella no acertaba a hablar. Se le ponían sus ojos cada vez mas aguados y estalló a llorar cuando estuvo fuera del alcance de cualquier mirada. Él se le quiso acercar algo más y abrazarla, pero ella le dio muestras de que era mejor que no lo hiciese; le marcó la distancia, y empezó a hablar: “Me pasé todo el recreo llorando sola en el aula, por eso no te fui a ver. Anoche me lo pasé de igual manera, llorando en la cama. Sor Ácrata vino a mi casa un poco antes del anochecer. Me había dicho al finalizar su clase que tenía que hablar conmigo, pero que en el instituto no. En casa me estuvo hablando de que tú no me convenías, de que me ibas a hacer una desgraciada, que me lo tenía que decir por mi bien, aunque ahora me doliese. Que te tenía que dejar porque si no, yo iba a ser más infeliz que ella con su marido; por tu interés, al igual que él, de leer a Freud y psicoanalizar a la gente”. Sor Ácrata era más que querida, temida; era querida temerosamente, como por si acaso. Era una profesora de ideas avanzadas, como se llamaban en aquella época, pero al mismo tiempo de rancio conservadurismo y atroz manipuleo maquiavélico, devastador. De ahí le venía su nombre, un barniz de izquierdismo por fuera y la sangre de la inquisición por dentro. Él, con pena, pálido y amarillo a la vez, le contestó que también leía a Holderlin y escribía poemas, señalándole el libro que llevaba en sus manos, Hiperión, en edición bilingüe, una página en alemán y la otra en español; y que no creía que ni por unas lecturas ni por otras, la del judío austriaco o la del poeta loco alemán, él la iba a convertir en una desgraciada pese a todo lo que Sor Ácrata le haya dicho, por su bien, ¡naturalmente!. Ella no paraba de llorar. Él se sintió incapaz de poder levantar aquella losa que le había colocado encima aquella profesora que vivía emocionalmente en una eterna y dorada adolescencia. Ella y él se sintieron, por decreto, expulsados avergonzadamente de su felicidad. Ella tomó el metro a su casa. Él, casi inconscientemente, llegó caminando hasta La Taberna de Chueca.

Holderlin vamos a llamar a este joven de unos diecisiete años que se encontró a sí mismo con que El Hiperión le apretaba su mano en frente de una botella verdosa llena de un licor llamado absenta. No le había pedido al camarero una copa, le pidió la botella entera, y se sentó en una de las mesas de aquella antigua y azulejada taberna cuya portada da para la boca de metro de Chueca. Las demás mesas estaban llenas de parejas que bebían Mibal Roble. En la de él, en su mesa, solo estaba Holderlin, el solitario hombre en el que se iba a convertir, y la absenta, su, a partir de ese día, inseparable compañera de viaje. Cuando se sirvió la primera copa de licor, alzándola contra el cielo, como si el cielo se hubiera convertido en su enemigo, le dijo: “Tú a mí tampoco me convienes, me lo digo por mi bien, pero voy a seguir contigo, hasta en el infierno, si hiciera falta”. Llegó a tomarse la botella entera. Salió de la tasca cuando la cerraron. Era la hora de los cantos de los barrenderos que limpiaban las oscuras calles de adoquines con mangueras y altas botas de agua. Tomó camino a su casa por la calle Augusto Figueroa. Iba con su buen y elegante vestir de buena familia burguesa dando bandazos de un lado para otro de la acera. Al pasar por delante del restaurante El Comunista salían de él unos universitarios progres que se pusieron debajo de una farola a liarse porros. Se detuvo al llegar a ellos, les pidió que si lo podían ayudar a llegar a su casa. Ni siquiera le contestaron aquellos muchachos capaces de encabezar manifestaciones y saltos exigiendo amnistía y libertad, de enfrentarse a los grises y soportar los interrogatorios en Sol de la Brigada Político Social. Hiperión los llamó cobardes. Aquella palabra resonó en la noche aun más que la música de los barrenderos.

Hiperión pasó por entre medio de ellos. Se dirigió hacia una cabina telefónica en la que inyectó unas monedas después de muchas intentonas. No se sabe con quién hablaba, pero lo hizo hasta el amanecer, hasta la hora en que los primeros vencejos pintaban el esclarecido cielo madrileño. Colgó el teléfono y regresó a su casa. Aquel día no quiso ir al instituto, prefirió quedarse durmiendo. Su madre intentó despertarlo para que se levantase a comer. Le respondió que no tenía hambre. Cuando decidió saltar de la cama su padre ya había llegado a casa. Le comentó que iba a dejar el instituto, de la misma manera que lo habían dejado a él, porque no le convenía, por su bien, y que en adelante solo se iba a dedicar a lo que no le hiciera daño. Siguió bañándose, y vistiendo con elegancia, pero dejó de comer. Entraba en la taberna de Chueca a la misma hora que se acababan las clases en el instituto. Los camareros le tenían la mesa separada con una botella de absenta encima, se servía la primera copa, la alzaba contra el cielo, repetía la misma frase y la bebía de golpe. Cuando acababa con ella, la rellenaba pensando que cada vez estaba más cerca del infierno, a donde quería llegar. Escribía poemas, los metía en un sobre, le ponía un sello y el remite con la dirección de la taberna. A los pocos días los sobres empezaron a llegar de vuelta. Los camareros, ya amigos de él, no le entregaban aquellas cartas devueltas sin abrir, las guardaban. Cuando la taberna cerraba, al murmullo de los barrenderos, hacía el mismo recorrido todos los días. Pasaba por en frente del Comunista, entraba en la cabina telefónica, pinchaba las monedas, hablaba hasta el amanecer, aún no se sabe con quién, y cuando los vencejos volvían a anunciar la mañana seguía caminando hacia su casa. Así todos los días hasta que una tarde coincidió en La Taberna con Sor Ácrata vestida de Peter Pan, Diotima y su novio, un famoso psicoanalista argentino que le propició Sor Ácrata. Los tres lo ignoraron.

Hiperión al día siguiente no salió de su casa por fiebres. No volvió a salir más de su casa. Los camareros de La Taberna le llevaron a su padre, que era catedrático de literatura en la universidad, todas las cartas devueltas. El padre las leyó. Le preguntó a Hiperion si quería que las publicase. Hiperión asintió. Presentaron el libro unos días antes de morir, con él presente. Sor Ácrata apareció esa tarde con un fotógrafo para asaltar al día siguiente los titulares de los periódicos leyendo después de la presentación un poema dedicado a Hiperión. Su padre, con energía, no se lo permitió. De los ojos que Hiperión, en un día de muerte besó, de Diotima, no se supo más.

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