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Enterrado en los ojos que un día besó (16)

Miguel Jiménez Amaro

La directora del instituto, después de haber bailado en la cocina con El Charro La rosa amarilla de Texas, se vino al comedor y se sentó al lado de Mónica. Le comentó que llevaba toda la tarde noche de ese día de sorpresa en sorpresa, que no había conocido seres tan increíbles como los que estaba descubriendo, Ninnette, Lissette, El Chivato Tántrico, y ahora El Charro y su mariachi, y que por tanto, muchas veces se preguntaba si no estaría soñando.

“Cuando estuve bailando en la cocina con El Charro me habló de Sor Ácrata. Me dijo que sabía que yo tenía una preocupación con ella en mi cabeza, y que también tenía pendiente una conversación sobre ella contigo. Me dio, durante los minutos que duró la canción, una panorámica de Sor Ácrata que quiero compartir más tarde contigo”.

Mónica le preguntó a la directora si no se había dado cuenta de quién había entrado en el restaurante mientras ellos estaban en la cocina. La directora le respondió que al regresar al comedor lo que había notado fue un denso frío de hielo y olores a oso. Mónica le hizo señas con la mirada para que llevase sus ojos a la pequeña barra de La Carmencita. “¡Billy el Niño!”

El instituto de la directora era progresista, de los más de Madrid. Billy tenía una fijación con aquel instituto, por rojo, y con la directora, por lo mismo, por roja en este caso. Varias veces registró el instituto y la hizo ir a ella a las oficinas de Interior en Sol para incomodarla a preguntas.

La superficie helada del cuerpo de Billy, con una copa de Chinchón del más seco en sus manos de karateca y torturador, notó la sorprendida y asqueada mirada de la directora. Registró con sus ojos espantados la mesa en donde ella estaba sentada. “¡Cuánto desparpajo! Algunos miembros del instituto rojo, africanos, creo que de Ruanda, mexicanos, la cofradía del porro de hierba, y hasta un muerto, al que en su día le di dos buenas palizas ¡Ese se fue al otro mundo con mi sello y firma!”. Acabó la copa de Chinchón de un golpe, la dejó en la pequeña barra, y se encaminó a la mesa sin pedir atraque.

“A los que os conozco, ya os tengo bien catalogados, así que no me entreguéis documentación alguna. Los demás, los hijos de puta de los mexicanos que no reconocen al gobierno del generalísimo, que dan cobijo a esa canalla de republicanos asesinos y perdedores de la contienda civil, y los ruandeses salvajes, porque me imagino que sois de ese país, entregadme todos el pasaporte”.

Nadie se perturbó por aquellas palabras de Billy, ni tan siquiera Hiperión, del que salió su voz desde la urna: “¡Hola Billy! Sí, es verdad, me llevo aquellas dos brutales palizas que me diste. Billy, desde aquí se ven las cosas muy distintas. Ahora no te tengo rencor por aquello, aunque sí te lo tuve. Eres un pobre diablo que das lastima”. Billy reconoció la voz de Hiperión, lanzó unos golpes de kárate al aire por si Hiperión pudiese estar por algún sitio y cazarlo.

Por la mente de Billy, mientras ojeaba los pasaportes, cabalgó la idea de pedir un furgón policial para llevarlos a todos, incluida la urna con las cenizas de Hiperión, a los pasillos de Interior en Sol.

Mientras, Carmencita trajo el tercer plato. Hiperión volvió a preguntar qué en dónde estaba el suyo, y que qué respeto era aquel. Billy dejó caer los pasaportes al suelo y volvió a darle al aire, ahora, una docena de katas.

El Charro, con el consentimiento de Billy, pues estaban semidetenidos, fue detrás de Carmencita hasta la cocina, le preguntó que en dónde estaba el teléfono. Llamó a un número que él tenía para estos casos y regresó a la mesa con el plato de Hiperión. Hiperión dijo “gracias”. Billy, con los nervios rotos tiró todos los pasaportes al suelo y preguntó iracundo: “¿A quién le pego? ¿A un puto mexicano, o a un salvaje ruandés? ¡Porque los del instituto rojo, y la cofradía del porro de yerba, ya me han probado!”

Nadie se dejaba atemorizar por Billy, ni aun los que habían degustado sus katas. Seguían bebiendo Mibal Roble y Cava Integral Brut Nature de Llopart, hablando, y valorando la magia culinaria de Carmencita, que volvía a acercarse a la mesa.

“Me imagino que usted es el inspector Antonio González Pacheco. (Billy asintió con la cabeza). Lo llaman por teléfono desde Interior.” Billy se dirigió al teléfono sin preguntar en dónde estaba y sin recoger los pasaportes que había tirado al suelo. Carmencita le dijo: “En la cocina, inspector”. Nadie tuvo el gesto por recogerlos. Se quedaron en el suelo.

Esperaban el cuarto de los siete platos con las copas colmas y contando chistes. Billy regresó de la cocina, recogió los pasaportes que él mismo había tirado al suelo. Carmencita venía con el cuarto plato. A quien primero le sirvió fue a Hiperión, que volvió a dar las gracias. Al inspector Antonio González Pacheco, mientras recogía los pasaportes del suelo, le dio otro sobresalto el cuerpo al volver a escuchar la voz de Hiperión. Hiperión carcajeó, y con él la totalidad de la mesa y el comedor entero.

Cuando Billy cerró la puerta de La Carmencita desapareció del restaurante aquel frío y olor de montañas heladas texanas en donde solo viven los osos, y Grizzly Adams con ellos, interpretado por John Houston en El juez de la horca, película que os recomiendo ver.

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