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Enterrado en los ojos que un día besó (24)

Miguel Jiménez Amaro

Sor Ácrata, con el traje negro, el mismo con el que inició a Fernando, y su fotógrafo también vestido de negro, (¿cómo pudo saber esa mujer del careste que su acólito ya había muerto?), cuando Carmencita, poco más o menos, que les estampó la puerta del restaurante en los hocicos, en aquella tan oscura noche y calle, La Libertad se llamaba, vieron luces encendidas en el local de la CNT. Juan Gómez Casas y unos cuantos históricos anarcosindicalistas, unos, que habían regresado de Toulouse, y otros, que habían salido de la cárcel, Carabanchel, habían escapado de la espantosa represión del franquismo, tenían una reunión secreta que no pudo abortar Billy El Niño porque su soplón se equivocó de hora.

En ella, analizaban cómo levantar las columnas libertarias de la CNT. Delante de la misma puerta de La Carmencita, Sor Ácrata y su fotógrafo se convirtieron en cuervos y fueron volando hasta la misma calle Sor Ácrata, como ellos dos ya la empezaban a llamar. Se posaron en el techo de la cabina telefónica para la que reclamaban el nombre de Fernando Rosas.

Estuvieron un rato sobre el tejado de la cabina, hasta que el murmullo de los barrenderos con sus mangueras y botas de agua pasó a ser inescuchable. En ese mismo momento hicieron vuelo raso aterrizando en el mismo lugar de la acera donde este pobre chico, Fernando, colocando el último cartel con la inscripción Calle Sor Ácrata, sobre las lápidas con el nombre Calle Augusto Figueroa, cayó desde aquella vanidosa escalera dejando un lago de sangre sobre la acera que los barrenderos con sus cantos de agua acababan de hacer desaparecer. Los barrenderos llegaron a decir que cuanta más agua desparramaban, más sangre corría por la calle. Los barrenderos interpretaron aquella señal como que Fernando había muerto.

Salían del Comunista los últimos clientes que no se creían como podía haber dos cuervos sobre el pedazo de acera al lado de la cabina. Se miraron aquellos muchachos que habían terminado de matar el hambre y se dijeron: “¡Bueno, cosas peores se han visto!”

Carmencita, cuando pasó por delante de la mesa desde donde le dijeron que les trajesen más Mibal Roble y Cava Integral Brut Nature de Llopart, no les quiso decir a quienes les acababa de tirar la puerta del restaurante en los besos, y lo dejó para un momento después. Al sentir el timbre del teléfono gritando desde la cocina, supo, antes de cogerlo, de quien era la llamada y de lo que se trataba.

Empezó a pensar de la manera que les iba a comentar el fatal desenlace de Fernando. Era Ernesto, ¡por supuesto!, quién llamaba, y no tardó en escuchar lo que ya sabía. “Carmencita, ha ocurrido lo que temíamos, Fernando acaba de morir. Su padre acaba de llamar a mi padre comentándoselo. Estamos preparando las cosas para regresar ya mismo a Madrid”. “Sí, Ernesto, lo sabía. Hace un momento Sor Ácrata totalmente vestida de negro, y con su fotógrafo, me tocaron a la puerta del restaurante. Me lo imaginé y se las tiré en todos los morros. Espérate un momento que voy a buscar a Paloma”. Dejó descolgado el auricular del teléfono de nácar negro colgando sobre su hilo negro, cogió las botellas de Mibal Roble e Integral de Llopart que le habían pedido, y mientras descorchaba ambas botellas les fue comentando lo que había ocurrido de la mejor manera que supo. Paloma fue al teléfono, la acompañaron Ninnette y Lissette. El Charro se acercó a Amparo y la abrazó con toda su alma.

Paloma regresó de la cocina. “Ernesto dice que vienen ya para Madrid, que su familia estaba esperando a que él colgase el teléfono para hacerlo. Creen que estarán en el mortuorio más o menos al amanecer, que será cuando llegue el cadáver de Fernando. Dice también que el padre de Fernando le comentó a su padre que no había sufrido nada en absoluto, pues quedó inconsciente desde la caída”. Paloma se sentó, los miró a todos a la cara, y se hizo un mudo silencio.

El Charro rompió aquel silencio que empezaba a hacerse algo largo y molesto. Miró a Amparo que seguía abrazada al Chivato Tántrico y le preguntó. “¡Amparo, mi amor, nosotros en México miramos a la muerte de una manera distinta, de una manera festiva! ¡Vamos a sentirnos todos un poco mexicanos en este momento! ¿Dime cual era la canción preferida de Fernando?” Amparo trató de sonreírle, lo hizo limpiamente y como con algo de vergüenza. “Charro, ahora mismo no se cual, se me vienen muchas a la cabeza, pero no se decirte una en especial”

Hiperión, que llevaba más de un rato callado, dijo desde su urna de cenizas. “¿Amparo, no te acuerdas cuando él y yo, a dúo los dos, cantábamos Sombras, de Javier Solís? ¿No te acuerdas que una vez nos comentó que le gustaba emular a Javier, y que su sueño era ir de viaje a México, recorrer los lugares en los que vivió y visitar los sitios en los que actuaba?”. Amparo escuchaba atentamente y con ternura a Hiperion. “Sí, Hiperión, lo recuerdo perfectamente. Pensábamos ir el verano próximo. También él tenía muchísima ilusión en hacer una película sobre la vida de Javier, estaba empezando a hacer un guion cinematográfico que sabía le iba a costar mucho tiempo acabar, pero tenía esa ilusión. Pienso lo mismo que tu, Sombras era su canción preferida”. Y Amparo sonrió de lleno.

Maguisa comentó que de las de Solís, Sombras, era la preferida de ella. El Charro, El Mariachi y Maguisa, se pusieron en pie y se atrevieron con la canción: “Quisiera abrir lentamente mis venas. Mi sangre toda verterla a tus pies. Para demostrarte que más no puedo amar. Y entonces morir después. Y sin embargo tus ojos azules. Azul que tienen el cielo y el mar. Viven cerrados para mí. Sin ver que estoy aquí. Perdido en mi soledad. Sombras nada más. Acariciando mis manos. Sombras nada más. En el temblor de mi voz. Pude ser feliz. Y estoy en vida muriendo. Y entre lágrimas viviendo. El pasaje más horrendo. De este drama sin final. Sombras nada más. Entre tu vida y mi vida. Sombras nada más. Entre tu amor y mi amor. Qué breve fue tu presencia en mi hastío. Qué tibias fueron tus manos tu voz. Como luciérnagas llegó tu luz. Y disipó las sombras de mi rincón. Y yo quedé como un duende temblando. Sin el azul de tus ojos de mar. Que se han cerrado para mí. Sin ver que estoy aquí. Perdido en mi soledad. Sombras nada más. Acariciando mis manos. Sombras nada más. En el temblor de mi voz. Pude ser feliz. Y estoy en vida muriendo. Y entre lágrimas viviendo. El pasaje más horrendo. De este drama sin final. Sombras nada más. Entre tu vida y mi vida. Sombras nada más. Entre tu amor y mi amor”. Hiperión no se pudo resistir a la tentación de también atreverse a cantar. Su voz dio paso a que todos los demás que estaban en La Carmencita, hasta lo cocineros que se acercaron al comedor, también se atreviesen.

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