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Espacio de opinión de La Palma Ahora

Hoy no me has mirado

Miguel Jiménez Amaro

Su casa, en la que se siguió criando cuando llegó con dieciséis años de Fuencaliente a Santa Cruz de La Palma, tenía dos frentes, uno daba para la calle Real, y el otro para la calle Garachico. Dos mundos completamente distintos. Cuando se aburría de mirar la vida desde cualquiera de las seis ventanas que daban para una de las dos calles, cambiaba, como de babor a estribor, a mirarla desde cualquiera de las otras seis ventanas que daban para la otra calle.

Desde una de aquellas ventanas, siempre la misma, y a la misma hora, ella estaba pendiente de verlo salir a él, que salía de su casa en La Placeta, a trabajar, y de verla a ella, que cuando él salía de la casa, se asomaba al balcón, para seguirle el rastro a él, con la mirada, hasta que se perdía a la altura de la llamada, hoy, Plaza de Hugo. Él, cuando llegaba a este lugar en el que sabía que ella lo iba a dejar de alcanzar con su mirada, tierna y dulce, se daba la vuelta y la miraba, para que lo último que ella viese de él, fuese su cara, no su espalda. Al salir del trabajo él, la mirada de ella lo estaba esperando desde el balcón de su casa hasta que él entraba por la puerta.

Aquella escena, que se repetía todos los días laborales, fue la película favorita de mi madre. No encontró otra mejor en el cine. La realidad supera en muchas veces a la imaginación. Y era la mejor película, porque en el trasfondo de la historia, a ella no se le permitieron los amores con él, hasta que él dio con una fórmula mágica, de la que hablaremos otro día, para que la familia de ella no pudiese objetar nada a que aquel amor se siguiese amando; y del que mi madre, que era espectadora desde su ventana que daba a la calle Real, vivió, también enamorada, y del que siempre me habló como ejemplo del amor de pareja.

Mi madre quiso escribir una historia de amor de pareja así, sencillamente feliz, tener a alguien a quien mirar con ternura, y alguien que hiciera lo mismo con ella. Pues al final, el amor es solo eso, mirar con amor, y ser mirado con el mismo amor. Pero como tantas mujeres y hombres, no la pudo escribir. Muchas veces me pregunto por qué se da esta generalidad.

Rosario fue a pasar unos meses a Madrid, en casa de su hermana. Tenía unas patas muy bien curtidas en los caminos y veredas de Fuencaliente, donde su padre, a edad muy temprana, la mandaba a repartir gallos de pelea a las lejanas tierras de sus amigos. No gastaba el dinero de la guagua, que le daba mi abuelo, hacía el mandado caminando, y luego, con el dinero ahorrado se llegó hasta comprar unas alpargatas, cosa que su madre no le compraba, porque la hija de un practicante solo podía llevar zapatos. Con unas patas tan bien preparadas, salía caminando desde cerca de Moncloa, donde vivía su hermana, hasta La Castellana, por Quevedo y San Bernardo, bajaba a Cibeles, seguía hasta Pacífico, daba la vuelta, volvía a Cibeles, y regresaba a Moncloa por Gran Vía y Princesa. Era un trayecto que hacía a diario, mirando escaparates, que era de las cosas que más le gustaba hacer. Un día, al pasar por Gran Vía, un hombre, que había regresado de Guinea recientemente, salió, en cuanto la divisó, de un bar, donde tomaba cañas, a piropearla. Ese hombre, años más tarde, sería mi padre.

Yo, sinceramente, no sé que es más difícil, si escribir, como estoy haciendo ahora, en una tableta (¡me he modernizado!), o si escribir en la vida. Pienso que en la vida, pero no estoy muy seguro. Porque la vida, muchas veces te la escriben otros; y en la escritura, solo lo haces tú. Tú eres tu único responsable de lo que estás escribiendo. Bueno, lo más cierto es que entre dos personas, muchísimas de las veces, no se da lo que se produjo entre Manuel y Ángeles, la felicidad, que no nos dé miedo llamarla por ese nombre, porque no tiene otro, y que es algo sumamente sencillo. Muchas veces se pierde, o no se da nunca, el asomarte al balcón a ver salir a tu pareja, y el darte la vuelta para que ella vuelva a ver tu cara, cuando te va a perder de vista.

Hay una cosa que nunca olvidaré de mi madre, mejor dicho, nunca olvidaré ninguna, pero esta será la que menos. Mi madre, como Ángeles, siempre que yo salía de casa, se asomaba a la ventana, esta vez, a una de las seis que daba a la calle Garachico, para verme alejar, y yo, como Manuel, daba la vuelta, cuando ella me iba a perder con su mirada. Mi madre amó a sus dos hijos, nietos y bisnietos con su mirada. De su mirada salió todo el amor que desparramaban sus manos, amor que alcanzaba a todos sus allegados. El amor, la mirada y las manos, siempre van juntos; son buenos compañeros de viaje.

Los que llevamos la sangre de mi madre, tenemos un mantra personal que ella nos transmitió, nos legó, de la misma manera que lo hace un lama tibetano. Un mantra que nos ilumina, nos abre caminos y hace que nunca tengamos ganas de tirar la toalla, porque el repetirlo, nos da fortaleza. La fortaleza que ella derrochó al vivir y que no le permitió sucumbir ante las adversidades. Un mantra que a ella se lo fue enseñando la vida, lo fue aprendiendo de ella, se lo arrancó a la vida, y que nos lo entregó. Mi madre, cuando pasábamos un día sin verla, un solo día, nos decía: “Hoy no me has mirado”. Este es el mantra que nos enseñó. Quería decir mi madre, y las madres son muy sabias, que no debíamos de dejar pasar ni un solo día, sin mirar la vida con amor, como ella nos miraba. Gracias Mamá, que has sido mi mejor lama.

Mi madre, con aquellas patas fuencalenteras, tan bien hechas, murió hace cuatro años, el miércoles pasado día treinta y uno de agosto hubiera cumplido noventa y ocho años, debido a un problema circulatorio que le originó la amputación de una de sus dos piernas . A veces pienso que el guion de nuestras vidas no lo escribimos nosotros, que no se quién lo escribe.

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