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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal
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Rato o el Síndrome de Hubris

Natalia Marante

“Ante la exultante libertad, Ícaro olvidó los consejos de su padre y voló tan alto que el sol derritió sus alas y se precipitó al océano, donde murió.”

El mito griego de Ícaro -el joven hijo de Dédalo, que se sintió tan poderoso en su vuelo que desoyó el consejo de su padre y quiso volar alto, tan alto que el sol derritió sus alas de cera- es una muestra de cómo la arrogancia puede cegarnos y llevarnos al abismo. Ícaro fue víctima de su propia arrogancia, creyó asemejarse a los dioses y olvidó que era tan sólo un mortal.

¡Cuántos Ícaros en el mundo! Locos equilibristas que pasean por la cuerda floja ignorantes del vacío a sus pies: políticos prepotentes a los que sus muchos años en la poltrona les han nublado el juicio y perdido el contacto con la realidad. Pobres poderosos, con el ego bien nutrido, que desde las élites manejan los hilos de un poder intoxicante, tocando la lira mientras Roma arde. No es posible equivocarte cuando todo el mundo te dice lo bueno que eres, lo que vales. Debe ser muy difícil mantener los pies en el suelo cuando te crees inefable. Seguirás volando alto, acomodado entre alabanzas. Desoirás los consejos y un día, el sol quemará tus alas.

Son muchos poderosos que han sucumbido al llamado síndrome de Hubris, cuya sintomatología es descrita perfectamente por el político y neurólogo David Owen, autor del libro, 'In Sickness and in Power' ('En la enfermedad y en el poder'). Según este autor, el poder actúa como un agente tóxico, las presiones y responsabilidad que conlleva acaban afectando al juicio. En la historia de la humanidad hay muchos ejemplos de este mal, que afecta no sólo a políticos, sino también a deportistas de élite, grandes hombres de negocios, estrellas del rock o artistas famosos que ponen de manifiesto su megalomanía por ejemplo exigiendo agua del Nilo para acompañar el almuerzo, o un wáter de oro en el camerino. Estos locos suelen tener una nube de aduladores aún más desquiciados, prestos a satisfacer esos caprichos como sea.

Quizá esta vanidad desmedida fue lo que llevó al llamado trío de las Azores a tomar la decisión de invadir Irak en contra de la opinión mayoritaria de los ciudadanos e, incluso, de sus círculos más cercanos. Seguro también guió en sus excentricidades al polémico Carlos Fabra, múltiple ganador de la lotería y ejemplo de mandatario acomodado en el cargo, a quien una megalomanía superlativa le llevó a promover la construcción de una escultura de más de veinte metros, inspirada en su persona para presidir la rotonda de acceso al también polémico aeropuerto de Castellón. No sé por qué o tal vez sí, me viene a la cabeza el otrora poderoso Jordi Pujol y también Rodrigo Rato, artífice del milagro económico, niño bonito del Partido Popular, admirado y envidiado, ídolos con los pies de barro que volaron demasiado alto y quizá olvidaron que eran humanos.

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