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Vacaguaré (I): Barruntos de destrucción y muerte

Felipe Jorge Pais Pais

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Este relato, en el que se entremezclan los datos arqueológicos y la fantasía, fue publicado en el folleto de las Fiestas de la Bajada de Nuestra Señora del Pino (El Paso) del año 2009 bajo el título La Fuente del Pino y su entorno: fin de una cultura ancestral y comienzo de la modernidad (Págs. 9-14). Vacaguaré (“me quiero morir o quiérome morir”) es la última palabra que pronuncia Tanausú, el último capitán libre de Benahoare, antes de dejarse morir cuando lo llevaban prisionero y cargado de cadenas hacia La Península. Nuestra intención no era otra que ofrecer una visión, si quieren novelada y contada por un benahoarita que vivió en ese período, de los aciagos acontecimientos que acabaron con la captura de Tanausú y el sometimiento de Benahoare a los conquistadores castellanos. Estos sucesos significaron, nada más y nada menos, que la desaparición de una cultura ancestral que se había desarrollado durante, como mínimo, 1.500 años. Tanausú ha sido el gran olvidado de la Historia de La Palma, de tal forma que su recuerdo y memoria han sido relegados, deliberadamente, al más oscuro de los ostracismos.

“Me llamo Tentagay, aunque hasta el nombre me lo han querido robar. Hace más de 100 lunas que todo nuestro mundo se vino abajo. Me siento terriblemente viejo y cansado. En ese corto período de tiempo he visto cómo nuestra antigua forma de vida, ritos, creencias y tradiciones transmitidas por nuestros antepasados se han ido diluyendo ante la nueva sociedad impuesta por las armas de quienes nos dominaron. Sólo los más ancianos y algunos irreductibles que añoran los tiempos pasados seguimos practicando, a escondidas y en parajes recónditos, los rituales ancestrales que nos hacían tener conciencia de ser un pueblo orgulloso, fuerte y amante de su idiosincrasia. Nos hemos convertido en gente sumisa y atemorizada con una condición social muy parecida a la de los esclavos. El espíritu indomable de Tanausú, Atogmatoma, Echentive, Mayantigo, Guayanfanta, Juguiro y Garehagua ya no fluye por nuestra sangre.

En todo este tiempo no he dejado de preguntarme por qué Abora nos abandonó, aunque aún sigo creyendo en su poder y confiando, vana ilusión, en que algún día nos mande un caudillo que nos haga salir de esta postración y vuelvan a resonar por los riscos y barranqueras de Aceró y Aridane los sueños de libertad que encarnó, hasta sus últimas consecuencias, Tanausú. Esa misma rebeldía y belicosidad estuvo en el germen de nuestra perdición. A pesar de vivir en un espacio tan reducido, Benahoare, nunca formamos un pueblo unido. Las peleas, disputas y luchas fratricidas fueron una constante desde tiempos remotos. Apenas nos habíamos recuperado de las confrontaciones entre Atogmatoma, Echentive, Mayantigo y Tanausú, en las que se vieron envueltos el resto de los cantones independientes. A ello debemos añadir las cada vez más frecuentes razzias de gentes venidas más allá del horizonte para llevarse a nuestro ganado y gentes. Durante esos episodios bélicos cada bando se enfrentaba al enemigo, confiando en que a los demás no nos afectase. Quizás por ello no supimos ver que el desembarco en las playas de Aridane era algo de mucha más envergadura que requería la unión de todo nuestro pueblo, ya que se trataba de una lucha a vida o muerte en la que se encontraba en juego la propia supervivencia de un sistema de vida que había pervivido durante infinidad de generaciones. Todas esas calamidades, y algunas más, como la persistente sequía, inducían a creer a los chamanes que debíamos prepararnos para enfrentarnos a tiempos de mucho sufrimiento. Sin embargo, nadie les hizo caso hasta que ya fue demasiado tarde.

Hasta entonces mi vida había transcurrido en medio de uno de los escenarios más grandiosos de Benahoare. Moraba en una enorme depresión aislada del resto del relieve, excepto por el sur, por enormes precipicios. Todo el terreno estaba cubierto por gigantescos pinos a los que la luz del sol le costaba traspasar sus ramas. Por el centro del barranco discurría una corriente de agua que sólo desaparecía bien entrado el verano, aunque a lo largo de todo su recorrido eran muy abundantes los eres y las fuentes que nunca se secaban. Por ello la zona era, y es conocida, como El Riachuelo, cuyo límite oeste son las laderas del Benehauno (Bejenado) en las que la gente vivía en las numerosas cuevas que se abren en los riscos y laderas de este monte sagrado benahoarita.

Mi hogar se encontraba justo al otro lado del río, en una amplia terraza elevada que queda constreñida ente el propio cauce del barranco, las faldas de los impresionantes Riscos de La Perra hacia el este y por el norte finaliza en Adamancasis (La Cumbrecita), donde comienza el paso hacia el cantón de Aceró, dominio de nuestro Rey Tanausú. A lo largo de esta plataforma natural se podían contabilizar más de un centenar de cabañas que, a veces, formaban pequeños grupos de construcciones adosadas que pertenecían a una misma familia con su correspondiente encerradero de ganado. Tampoco faltaba algún que otro amontonamiento de piedra y grabado rupestre en los que pedíamos a Abora que nos protegiese y nos agraciase con abundantes y frecuentes lluvias. Aún recuerdo el extraordinario espectáculo nocturno que ofrecía la enorme y suave depresión de El Riachuelo cuando la oscuridad era traspasada por innumerables hogueras que parecían surgir de la tierra y ascender, poco a poco, hasta confundirse en Adamancasis con las propias estrellas del cielo. Los fuegos nunca se apagaban ya que, al mismo tiempo que nos calentaban, también ahuyentaban los malos espíritus de la noche hasta que Abora volvía a renacer tras los riscos que nos separaban del cantón de Tedote.

Los primeros signos de que toda nuestra cultura estaba amenazada fueron completamente obviados. Ya mi abuelo me contaba de la llegada de una especie de “casas de madera” gigantescas que flotaban sobre el mar de las que surgían unas gentes extrañamente ataviadas y con un armamento que nunca habíamos visto. Donde quiera que desembarcaban quedaba un rastro de destrucción y desolación difícilmente imaginable. Lo único que les interesaba era capturar a las personas y el ganado que no había tenido la suficiente agilidad para escapar lejos de sus garras hacía los sitios más inaccesibles. Tan rápido como habían llegado volvían a desparecer en el horizonte, aunque todos sabíamos que volverían, cada vez con mayor frecuencia. Mi abuelo nunca los había visto en persona, ya que nuestro poblado, al estar emplazado lejos de la costa, siempre había quedado a salvo de esas incursiones devastadoras. Por eso, en los asentamientos más próximos al mar, cada vez vivía menos gente e inventamos un sistema de señales para alertar del peligro. Por eso no nos preocupamos demasiado cuando vimos la gran hoguera colocada en lo alto de las laderas de El Time, a pesar de que era mediodía, poco después se encendió la de la Montaña Tenisca y, finalmente, sobre la cúspide del Pico Birigoyo. A pesar de todo, continuamos con las labores cotidianas sin sospechar que la desgracia se acercaba cada vez más, llegando hasta la misma entrada del poblado, a pesar de encontrarnos en la parte alta de Aridane.

El sol estaba iniciando su descenso hacia Tixarafe cuando oímos un fragor lejano en el que se entremezclaban los ruidos típicos de una batalla con otros más poderosos y extraños que se asemejaban a las explosiones que no hacía mucho habían formado la Montaña Quemada. Rápidamente, y ante nuestra incredulidad, empezó a correr el rumor de que el poblado de Las Cuevas de Herrera, en la zona de Gazmira, estaba siendo atacado por unos hombres montados en unas enormes bestias. A pesar del miedo que sentía, corrí a través del bosque de pinos hasta tener una buena perspectiva de lo que estaba ocurriendo. El espectáculo que se ofrecía ante mis ojos era realmente dantesco por lo que no lo olvidaré mientras viva. Las doce cuevas del poblado estaban envueltas en llamas al prender el fuego en las mamparas de la entrada y en el ajuar doméstico interior realizado en piel y madera. Todo era caos y confusión. Aún resuenan en mis oídos los gritos de las mujeres, el llanto de los niños, aunque mi vista no podía apartarse de los cuerpos horriblemente mutilados de personas con las que había convivido estrechamente. Los supervivientes eran obligados a formar pequeños grupos constantemente vigilados por soldados a pie y otros montados encima de las bestias, mucho más grandes y horribles que Yruene.

Sin dar crédito a lo que veían mis ojos, y a pesar de que el pánico me dominaba, regresé desesperado hasta mi poblado en El Riachuelo con la idea fija de que debíamos huir lo más lejos posible y hacia zonas inaccesibles como los Riscos de La Perra o Adamancasis, por cuyos impresionantes precipicios estaba seguro que no se atreverían a seguirnos y porque, además, el atardecer se cernía rápidamente por todo el territorio. Los hombres formamos una precaria línea de defensa para permitir que ancianos, mujeres, niños y ganado se pusiesen a salvo. Afortunadamente, no hizo falta luchar porque ante el botín conseguido en las Cuevas de Herrera se dieron por satisfechos. Aunque, a partir de ese momento, supimos que ya nada volvería a ser igual porque habían llegado hasta el mismo corazón de Benahoare y, sin duda, regresarían una y otra vez.

El poblado de las Cuevas de Herrera fue completamente arrasado. Nunca volvió a ser habitado, si bien los muertos fueron inhumados en los tubos volcánicos aledaños del Barranco de Los Cardos. Jamás sospechamos que el ataque fue una premonición de lo que poco después ocurriría con toda nuestra cultura. Familias enteras fueron capturadas y llevadas allende los mares. Siempre pensamos que nunca más las volveríamos a ver por lo que no dábamos crédito a nuestros ojos cuando muy poco tiempo después apareció por el poblado de El Riachuelo una chica apresada en aquel aciago día, que ahora decía llamarse Francisca de Gazmira. La vestimenta era muy extraña y venía acompañada por unos hombres fuertemente armados y otros que nos conminaban a abandonar nuestros dioses y adorar a otro del que nunca habíamos oído hablar. Muchos quedaron fascinados por sus prédicas y aceptaron tolerar su presencia ante la promesa de una vida mejor en este mundo y también en el Más Allá. Yo no me dejé convencer, aunque tampoco tuve valor suficiente para oponerme a su palabrería, ya que había visto de lo que eran capaces de hacer para conseguir aquello que deseaban. Los rumores decían que Francisca de Gazmira fue el medio empleado para comunicarnos con un numeroso grupo de invasores que se habían asentado y atrincherado en las playas de Aridane. Todo parecía indicar que venían para quedarse, por las buenas o por las malas“.

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