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El cuchillo de ‘Grillito’

Miguel Jiménez Amaro

El sábado de la semana pasada un matrimonio amigo nos invitó a comer en la terraza de su casa, debajo de un gran aguacatero, un tartar de atún. Alquilamos un taxi de ocho plazas con el conductor, por aquello de que si bebes, no conduzcas. Al bajarnos del taxi, uno de los amigos que venía en él, expresó: “¡Me huele a salmorejo, pero lo que vamos a comer es tartar!”.

El entremés, por sorpresa, que nos sirvieron antes del consabido tartar, despejó a nuestro amigo de desproporcionado olfato, de sus grandes y pesarosas dudas, pues ya estaba desconfiando de su nariz, como la que recitaba Quevedo; llegó hasta pensar si el Kruger le estaba gastando alguna pasada, si se la estaba entorpeciendo. Nos habían preparado como plato sorpresa bienmesabe andaluz. “¡Es que el salmorejo lo pillo a la primera, nada más poner los pies en el suelo”, repicó nuestro amigo, como las campanas de una iglesia.

En la cocina, el saber es fundamental, pero el hacerla con cariño, o con amor, lo es mucho más, como han dicho tantas personas, hasta Laura Esquivel en Como agua para chocolate. Una cocina exenta de amor hasta te podría hacer enfermar, o matar, como dice nuestro amigo Lucio Fiuza, cocinero brasileño, que estaba entre nosotros, y con el que tanto hablamos esa tarde de su país y del golpe de Estado democrático que le acaban de dar a Dilma. Lucio ha hecho que por medio de su Facebook sepamos al dedillo la ilegalidad tan grande que está ocurriendo en ese país.

Pero no habíamos ido allí a hablar de política, aunque condenar un golpe de Estado democrático, no era hablar de política. Era condenar las prácticas autoritarias del poder, que parece ser, no hay manera de acabar con ellas, tanto sean por gobiernos llamados de derecha o de izquierda. Habíamos ido a vacilar, y se nos vio a todos con cara de ello enseguida.

Nuestro anfitrión nos empezó a relatar los cuentos que les hace a sus nietos cuando sale, él solo, a trabajar en los canteros alrededor de la casa, si viene con alguna magulladura, golpe o arañazo, que a veces se produce él mismo a posta. Les cuenta a sus nietos, que se lo creen todo, si no no serían nietos (¿quién no cree a sus abuelos?), las batallas que ha tenido que librar con los seres que viven en las sombras y oscuridades de aquellos huertos. Y si sale con el cuchillo, ¡entonces las batallas pasan a ser campales!. El mismo cuchillo que lleva cada vez que va a comprar pescado, para luego decirle a sus nietos que para pescar ese pez tuvo que luchar contra incontables tiburones, y los mató a todos con el mismo arma.

Yo escuchaba atentamente sus historias y le pregunté a nuestro anfitrión si podía enseñarme ese cuchillo. Se levantó y lo trajo a la mesa, cuando habíamos cambiado el Cava Integral de Llopart por Capricho del Bierzo, un Godello, de las Bodegas Gancedo. Al ver el cuchillo le dije que me lo figuraba, que yo lo conocía muy bien, y también a la persona a la que había pertenecido antes.

El cuchillo había sido de un betunero que le sacaba brillo a los zapatos debajo de la torre del reloj de la Plaza de España, llamado Grillito, que un buen día decidió irse a África de paseo, solo a conocerla, con tal mala suerte que lo capturan unos caníbales, que lo llevan a la tribu y empiezan a hacer los preparativos para cocinarlo y comérselo. En un descuido de sus captores y vigilantes, Grillito logra escapar de la tinaja en donde comenzaba el agua a hervir. Coge el cuchillo que había entre sus ropas y sale corriendo hasta llegar a un río. En el borde del río mira para atrás y ve cómo los caníbales le quieren dar presa otra vez. Remonta el río por el borde y llega cerca de una cascada; vuelve a mirar para atrás, los caníbales siguen corriendo a por él. Cruza el río a nado, llega a la otra orilla, su perseguidores nadan tras él. Decide subir, trepar por la cascada. A la altura de la mitad de la cascada, gira su torso, mira hacia abajo, los caníbales suben tras él. Se le ocurre una idea, coger el cuchillo que llevaba consigo y cortar la cascada de un lado a otro, en dos, ¡zaz!, consiguiendo así liberarse de sus perseguidores que desaparecen, por fin, de una vez para siempre, en el fondo rocoso del río.

Grillito, como muestra de fidelidad, lealtad y agradecimiento a ese cuchillo que lo salvó de ser comido por aquellos salvajes, no se separó nunca de él. Lo llevaba siempre en su cajón de betunero, se lo enseñaba a sus clientes y amigos cuando quería vacilar un poco, y les contaba esta y otras historias que emanaban de aquel cuchillo, como cuentos de Las mil y una noches de Grillito. Lo que no sé aún, y creo poder saberlo pronto, es cómo ese cuchillo llegó a manos de nuestros anfitriones, porque ellos solo sabían que se lo habían encontrado en un cajón familiar. Me da la impresión de que lo vamos a saber pronto, porque Grillito, que era analfabeto, dejó entre sus pertenencias, libros escritos por él mismo, que se los fue dictando a un amanuense persa, al que bautizaron en Santa Cruz de La Palma como Manolito El Indio.

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