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Historias posibles: 'Amistad bajo la lluvia'

José Antonio Martín Corujo

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La oscuridad de la noche era total. Las nubes negras, que amenazaban lluvia, formaban una densa capa que hacía casi imperceptible la escasa luz de la luna en su fase de cuarto menguante. El fuerte estruendo de un trueno alarmó a los perros, que comenzaron a ladrar desaforadamente. Fuera por el ruido del trueno o por los ladridos de los perros, lo cierto es que Martina se despertó sobresaltada, con las pulsaciones aceleradas, sudorosa y con sensación de sed. A través de la ventana pudo ver cómo un rayo rompía la noche, lo que la impulsó a tirar de la manta y cubrir todo su cuerpo, en posición fetal, en espera del estampido del seguro trueno. Los relámpagos y truenos se sucedían a intervalos casi constantes. A continuación, hizo su presencia la lluvia, que con rabia parecía ensañarse contra los cristales de la ventana. Aunque la sensación de sed iba en aumento, quizás por la sequedad que en la garganta le producía el temor a la tormenta, no se atrevía a salir de su escondrijo.

Antes, cuando él estaba, en situaciones así la abrazaba y la tranquilizaba, pero eso ya no era posible y, mucho menos, deseable. ¡Cómo quisiera retroceder en el tiempo y borrar aquel aciago día, el día negro que marcó su vida!

Comenzó a sentir frío, a pesar de que la manta que la cubría era bastante gruesa; pero ese frío no era una consecuencia de la bajada de la temperatura, que en su habitación no se percibía, sino el resultado del nerviosismo que recorría todo su cuerpo. No se asustaba con la lluvia; al contrario, disfrutaba saliendo al jardín y dejando que las gotas acabaran empapando toda su ropa. Muchas veces lo hizo mientras él la contemplaba sonriente detrás de la ventana del comedor. Luego, con el agua escurriendo por su melena, entraba en la casa desprendiéndose de toda su ropa, al tiempo que, con gestos sensuales, la lanzaba al rostro de él, quien, entre risas, simulaba esquivarla. Después de varios minutos de persecución por toda la casa, ambos terminaban juntos en la ducha. Disfrutaba de la lluvia serena tanto como de los cálidos rayos de sol que acariciaban su piel morena, cuando se tumbaba en la arena negra de la cala que tanto le gustaba frecuentar en los meses de verano. ¡Ay!, sin embargo, no podía evitar que el pánico se apoderara de ella si hacían su aparición los rayos y los truenos y, especialmente, si era por la noche.

Las dos personas en quienes tuvo depositada toda su confianza ya no estaban a su lado. Él se fue para no volver jamás y Daniela, su amiga desde la infancia, seguramente nunca le perdonaría el desprecio con que la trató y la sarta de improperios que le dirigió el día que la obligó a que abandonara su casa. “¡Dios mío, cómo pude estar tan ciega!”, exclamaba a menudo entre sollozos. En su mente resonaron las palabras que Daniela le dijo el día que le comunicó su decisión de que él se vendría a vivir con ella.

—¿Qué quieres que te diga? A mí no me gusta. Reconozco que solo es pura intuición, un no sé cómo decirte... un pálpito. Pero, bueno, tal vez, con el paso de los días, cuando tenga un mayor trato con él, cambie de parecer —“aunque no lo creo”, pensó Daniela—. ¿Cómo es posible que la primera impresión haya producido atracción en ti y, sin embargo, en mí, rechazo?

A menudo se lamentaba por no haberle hecho caso a la reflexiva Daniela, pero decidió dejarse llevar por la primera impresión y así contrapuso su argumentación para justificar su decisión.

—Su sonrisa, el aplomo con que habla, la manera de mirarme y el color negro de su pelo me encantan. ¡Ay!, me gusta, y tengo el presentimiento de que nos entenderemos bien. Ya verás que tú también pronto terminarás cogiéndole cariño. Sí, sí, seguro que sí.

“Me gustaría equivocarme, pero mucho me temo que eso no ocurrirá” —pensó Daniela, con gesto de resignación.

Mientras ella se acurrucaba, llena de pánico, en la cama, se imaginaba a Daniela disfrutando, desde el ventanal de su pequeño apartamento, del espectáculo que para ella suponía todo lo que conllevaba aparejado la tormenta. Solo conseguía alarmarla el viento huracanado. Hacía más de un año que no se dirigían la palabra ni se veían, a pesar de que vivían relativamente cerca la una de la otra, apenas a unos trescientos metros.

Recuerda Martina que aquel día Daniela había preparado un bocinegro al horno, con papas, tomates y pimientos, y había comprado una botella de un delicioso vino blanco malvasía. Fue un día en el que ella tenía mucho trabajo, y le pidió a su amiga que preparara algo para cenar temprano juntas, porque él no estaría, por las mismas razones, desconocidas para ella, que de cuando en cuando lo llevaban a ausentarse durante algunos días.

—Tú sabes cuánto te quiero —dijo Daniela, con voz trémula, cuando ya apuraban el café, y con gesto de preocupación—. No me gustaría verte sufrir, pero menos aún me gustaría que alguien te hiciera daño, y creo que eso puede ocurrir en cualquier...

—¿Estás bien, Daniela? —la interrumpió Martina, con altanería y a la defensiva—. Te noto nerviosa. ¡Mira!, estás temblando. ¿Quién desea hacerme daño? ¿Quién? ¿Quién...?

—Él —respondió tajante Daniela, mirando fijamente a los ojos de Martina—. Él —repitió.

—Tú estás loca, Daniela. Le tienes envidia, celos.... ¿Y tú eres mi amiga?

—Escúchame, por favor, Martina. No es sólo presentimiento, no es sospecha, es...

Martina, enfurecida y fuera de sí, no dejó acabar la frase a quien hasta ese momento había considerado su mejor amiga, y con gesto amenazador, y borboteando un sinfín de improperios, la echó de la casa a empujones.

—¡Fuera de mi casa! ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Márchate, maldita...!

—Escucha, por favor, escucha —suplicaba Daniela sin éxito, tambaleándose por los empujones recibidos.

—¡No quiero oír tus asquerosas opiniones! Envidiosa. No quiero ni verte ni oírte nunca más, mentirosa...

Poco a poco la lluvia fue decayendo en intensidad y la oscuridad de la noche no se volvió a ver alterada por ningún rayo. Aunque el clima del lugar estaba catalogado como benigno, de cuando en cuando el tiempo atmosférico daba esas sorpresas. Los músculos de Martina se fueron distendiendo, los escalofríos se ausentaron y, poquito a poco, fue recuperando su tono vital. Se sentó en el borde de la cama y notó que su cuerpo ya no sentía frío, a pesar de no estar cubierto por la manta. Encendió la luz de la lámpara de su mesilla de noche, se irguió, se acercó a la ventana y descorrió la cortina. Contempló cómo el agua, que resbalaba por los cristales, apenas le dejaba ver nada al otro lado de la ventana, donde estaba el jardín. Paulatinamente sus ojos se fueron habituando a la oscuridad, y pudo vislumbrar los débiles focos de las pequeñas farolas de energía solar, que tenía clavadas en diferentes lugares del jardín.

Martina recuerda que el día que Daniela estuvo en su casa por última vez, el jardín estaba precioso. A los rosales y azucenas en flor se unía un sinfín de pequeñas flores de plantas tuberosas multicolores. Ahora no había flores, las tuberosas ni siquiera habían aflorado a la superficie. Aquel día primaveral fue el más triste de su vida. Aunque, desde ese día, sus sentimientos hacia él pasaron, fugazmente, del amor al mayor de los desprecios, fue su comportamiento con Daniela, sin embargo, lo que dejó su alma herida. Cuando su amistad era más necesaria, ella, en su ceguera, la había roto. Nada la haría más feliz que reconciliarse con Daniela, pero la vergüenza que sentía, por su despropósito de aquel día, paralizaba toda iniciativa de búsqueda de una posible reconciliación.

El acaloramiento que aquel día le supuso el enfrentamiento con Daniela la alteró de tal modo, que se sirvió medio vaso de ginebra, que completó con hielo, y de un solo trago se lo bebió. Un segundo vaso pronto quedó vacío. Acto seguido se derrumbó en el sofá frente al televisor, donde comenzaban a dar las noticias de las ocho de la tarde. Aunque no estaba para escuchar el telediario, tampoco tenía ánimo para entretenerse viendo ningún otro programa, porque no conseguía alejar de su pensamiento lo que le acababa de ocurrir con la persona que, hasta ese momento, había sido su mejor amiga.

La primera imagen con que iniciaron las novedades del día la dejó petrificada, sin aliento. Necesitaba, urgentemente, tomar aire fresco, mucho aire. La sensación de ahogo y de atascamiento de su mente la empujaron a salir atropelladamente al jardín. Le latían las sienes y su cabeza parecía a punto de estallar. Estaba aturdida, la noticia le había dejado grogui, como si de un mazazo se tratara. Luego, un temblor invadió todo su cuerpo, haciéndola tambalear, y la sangre pareció ausentarse de él, dejándola con el rostro totalmente lívido. “¡No es posible, no es posible! —se repetía a sí misma—. ¡Dios mío!”

Con el pensamiento anclado en aquella pérfida jornada de su vida, continuaba con el rostro pegado a la ventana, por cuyos cristales seguía discurriendo el agua. De pronto, algo alarmó su ya alterado ánimo. Algo se interpuso entre ella y las tenues luces de las pequeñas farolas, algo que se desplazaba lentamente, como lo evidenciaba la desaparición y reaparición de los focos. “Tal vez, no es más que el efecto que produce el agua al resbalar por el cristal de la ventana —pensó, pero seguía inquieta—. Además, Lita—así se llamaba su perra— no ha ladrado”. No obstante, corrió hacia la puerta de entrada a la vivienda y comprobó con nerviosismo que estaba bien cerrada.

El que una persona como él hubiera estado conviviendo con ella allí varios meses, sin despertar la menor sospecha y que, además, fuera el motivo de su dolorosa ruptura con su amiga, la habían transformado en una persona temerosa y desconfiada, especialmente de los hombres. El recuerdo de la vergüenza que tuvo que pasar en comisaría todavía la sonrojaba. Allí reconoció, ante la incredulidad de los agentes que la interrogaban, que él siempre la trató con cariño y delicadeza y que nunca tuvo la más mínima sospecha, y aunque reconoció que sus frecuentes ausencias llegaron a inquietarla, por raro que parezca, nunca le preguntó a dónde iba y a qué iba.

Desde el jardín llegaban los jadeos de Lita, pero eran jadeos de contentura. Se percibía que correteaba y saltaba gozosa en torno a algo o a alguien conocido. Si la perra salió de su caseta y no ladró es porque no se sintió amenazada. Al contrario, se mostraba alegre. Pero para Martina esto no era motivo de tranquilidad. Lita nunca le hubiese ladrado a él y, sin embargo, su presencia era lo último que desearía en la vida. Tenía la certeza de que estaba a buen recaudo de las autoridades penales, pero no podía evitar que la duda la asaltara. Unos suaves toques en la puerta aceleraron las pulsaciones de su corazón. Se acercó a la mirilla, evitando hacer ruido, y agudizó la vista. A pesar de la noche y de que todavía seguía lloviendo, le pareció ver el rostro de una mujer. Los toques volvieron a repetirse, esta vez con mayor intensidad. Entonces Martina, haciendo un gran esfuerzo y sin poder evitar el temblor de su voz, preguntó quién era.

—Soy yo, Daniela. —Luego, silencio, solo alterado por el ruido del agua de la lluvia y los jadeos de Lita.

Martina deseaba correr hacia Daniela y abrazarla, pero su cuerpo no reaccionaba. Era la persona que más deseaba que estuviera allí en aquel instante, pero en ningún momento se imaginó que pudiera ser ella. Después de su comportamiento, el cómo la echó de la casa, el no haber tenido la dignidad de pedirle disculpas, cuando los hechos evidenciaron los malos presagios que Daniela tenía sobre él... Sin embargo, ella estaba allí.

Pasaron varios minutos y, cuando Daniela se disponía a girar sobre sus pasos para irse, se abrió lentamente la puerta.

—Sé que te dan miedo los relámpagos y los truenos..., pero, bueno..., ahora ya cesaron. Tal vez es mejor que me vaya. Yo, yo solo quería...

Martina salió al jardín y se fundió en un estrecho abrazo con su amiga. No acertaban a pronunciar palabra, pero sus efusivos gestos evidenciaban los sentimientos que se estaban transmitiendo. El tiempo que permanecieron abrazadas acabó por dejar a Martina tan empapada como a su amiga. Cogidas de la mano se dispusieron a entrar en la casa.

—¿Cómo no te hice caso? Perdóname, perdóname...,yo, yo...

Daniela apoyó su dedo índice, de la mano que tenía libre, en los labios de Martina, en un gesto claro de que la comprendía y de que no exigía ninguna explicación. Con la mejor de sus sonrisas, le dijo:

—¿Sabes?, me apetece un chocolate calentito, ¿me invitas?

Entre lágrimas y sonrisas se adentraron en la casa.

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