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Miriam López Santos: “Existió la novela gótica española y hay que rescatarla del olvido”

Míriam López Santos: “Existió la novela gótica española y hay que rescatarla del olvido”

José Miguel Vilar-Bou

Murcia —

Recién terminada la carrera, a Míriam López Santos sus directores de tesis le propusieron un insólito tema para su investigación: la novela gótica en la España de principios del XIX, es decir, el origen de nuestra literatura de terror. Los manuales aseguraban que ésta no existió. Sin embargo, mediante una labor prácticamente detectivesca y arqueológica, López Santos logró rescatar del olvido obras que ni siquiera estaban en la Biblioteca Nacional, que tan sólo habían sobrevivido a los siglos en bibliotecas privadas. De este trabajo resultó la investigación “La novela gótica en España, 1788-1833” (Academia del Hispanismo, 2010) en la que prueba que, si bien muy condicionada por la censura, el peso de la Iglesia y las particularidades autóctonas, en España existió novela gótica. Eso sí, los editores tenían que justificar en el prólogo cualquier exceso de la imaginación con mensajes como este: “Encierra esta obra la moral más pura y cristiana, y es sumamente útil para desterrar los terrores vanos y ridículos”. Algunos de los títulos que la doctora en Filología Hispánica y profesora de la Universidad de León rescata de entre el polvo son “La urna sangrienta o el panteón de Scianella” y “Las calaveras o la cueva de Benidoleig”. “Con la excepción de los trabajos de David Roas y Luis Alberto de Cuenca, el gótico era un aspecto del XIX totalmente por investigar”, explica. Esta circunstancia, sumada al interés que actualmente despierta la literatura de terror en España, convierte su nombre en inesquivable a la hora de tratar el tema: “Casi parece que me he convertido en la única experta”, afirma con cierta sorpresa.

¿Qué panorama te encontraste al empezar a investigar?

Fui a las fuentes, consulté las historias de la literatura, y me encontraba siempre la misma afirmación: Que en España no hubo novela gótica, y que si la hubo fueron unas meras copias o una novela gótica no auténtica, lo que es una contradicción. Comprobé que las catalogaciones eran escasas o erróneas, que los estudiosos no habían leído las obras. A menudo se habían quedado en el título y con sólo esa información las habían clasificado. Esas novelas ni siquiera estaban en la Biblioteca Nacional. Pero tuve la suerte de que, en el momento en que hice la tesis, Internet empezaba a funcionar. Las bibliotecas ya escaneaban sus fondos y entonces estas novelas perdidas, que habían quedado olvidadas en antiguas colecciones particulares, empezaron a emerger. Realmente Google Libros hizo un gran trabajo, yendo monasterio por monasterio, biblioteca pequeña por biblioteca pequeña. Es así como pude hacerme con todo ese catálogo de obras. En cuanto las lees, reconoces las estructuras, la fórmula… y sabes que estás ante novelas góticas auténticas.

¿Por qué la producción gótica española cayó en un olvido tan radical?

Porque no estuvo bien vista ni por el Estado, ni por los teóricos y preceptistas, ni por el público elevado. Éste la consideró subliteratura, de modo que acabó sepultada bajo una nueva corriente que, en efecto, tenía mejor calidad, pero que necesitó del precedente de la novela gótica para asentar su gusto entre el público: El romanticismo. Sin la novela gótica previa, no se entenderían ni Bécquer ni Espronceda. Ellos bebieron de esta tradición. Del gusto por lo oscuro, el suspense, el terror, los escenarios siniestros… Esas cosas eran ya muy familiares a los lectores españoles tras treinta años de novela gótica.

A menudo se mete la novela gótica en el saco del romanticismo.

Ese es uno de los errores más graves, porque la novela gótica es hija de la Ilustración. No puede entenderse de otra manera. La Ilustración apartó todo lo que no podía explicarse mediante la razón. Quiso forjar una sociedad regida por los preceptos de la lógica, la ciencia. Desterró lo irracional: las creencias mágicas, las supersticiosas. Pero, como dice Guillermo Carnero, el Siglo de las Luces tiene también su cara oculta, pues detrás de toda luz se esconde la oscuridad y, si la luz es fuerte, la oscuridad también lo será. Todo lo que se pretende refrenar termina encontrando un cauce por donde salir. Por eso la novela gótica nace de la Ilustración, como reivindicación de lo subversivo, lo desordenado, lo que va contra la moral.

¿Cómo llegó a España esta nueva literatura?

Llega en dos fases: Primero como gusto estético, a través de Francia, procedente de Europa. Y eso a pesar del edicto de 1754 que, a principios del XIX, seguía rigiendo la censura en nuestro país, y por el cual un traductor podía ser incluso condenado a muerte por introducir libros del otro lado de los Pirineos. Poco a poco, se instala ese gusto por los paisajes de tormenta, los castillos en ruinas… la estética de lo sublime. Piensa en un cuadro de Friedrich. En una segunda fase, todo esto cristaliza en una nueva narrativa caracterizada por la oscuridad, el vicio, la exaltación de las pasiones. Esta será la novela gótica, cuyas traducciones llegan a España desde principios del XIX. La ocupación francesa (1808-1814) y el Trienio Liberal (1820-1823) son dos momentos en las que se incrementó la libertad de prensa y de publicación. Muchas obras góticas aparecerán en nuestro país en esos años.

Como afirmas, la literatura de terror nace, paradójicamente, del triunfo de la Razón, en pleno Siglo de las Luces: En Francia o Inglaterra la superstición queda relegada. Pero en España no sucede exactamente así.

En España, debido al peso de la Iglesia, hubo una Ilustración insuficiente, que no logró acabar de manera tajante con las creencias supersticiosas de la población. Mientras el resto de Europa tendía ya al laicismo, aquí la religión tenía tanto peso que el Diablo seguía también teniendo peso. Eso enlaza directamente con nuestro ser hispano. Por eso todo lo que venía de Francia se consideraba terrible. Si nuestra literatura no consiguió sumarse del todo a estas corrientes es porque el pueblo seguía apegado a la superstición en su vida diaria, y en la base principal para que el terror nazca como literatura está el que pase de creencia real a mero producto estético. En España, eso no se dio.

Por contra, el gusto por lo gótico tuvo aquí un aliado en la tradición macabra española.

Esa tradición hunde sus raíces en lo más profundo de la cultura española. Los que la han estudiado, como Luis Alberto de Cuenca, la rastrean ya en el Siglo de Oro, con María de Zayas (Madrid 1590-1661), e incluso mucho antes. El gusto por lo macabro estuvo siempre muy presente en la literatura popular, en los pliegos de cordel, las historias de ciegos que se contaban por los pueblos. En ellas abundaban aparecidos, monstruos, diablos, brujas… Al público les apasionaban. Toda esa tradición, que seguimos teniendo hoy, ayudó a asentar el gusto por lo gótico en la España del XIX.

Algunas novelas tardaron décadas en llegar, y eran traducciones del francés, a su vez traducidas del inglés.

El proceso era largo, sí: Primero las novelas tenían que pasar de Inglaterra, de donde procedían, a Francia. Si tenían éxito, las editoriales españolas las reclamaban. La novela gótica inglesa fue en este sentido el primer género de masas. Un auténtico fenómeno editorial que Francia supo aprovechar y que tuvo su reflejo en España. Muchas editoriales nacieron a raíz de ese éxito. En Valencia, por ejemplo, hubo una producción muy fuerte. Allí estaba Mariano de Cabrerizo (1785-1868), quien fundó una de las editoriales más importantes de la época, y cuya producción fue, en su mayor parte, gótica. Él había conocido esas lecturas en París, y las trajo a España. Impulsó una tertulia que sirvió para dar a conocer el nuevo estilo a jóvenes escritores como Vicente Boix, Estanislao Vayo o Antonio Aparisi.

Autores clave del gótico como Maturin o Walpole no llegaron a España en todo el XIX.

En efecto, una novela decididamente anticlerical como “Melmoth el errabundo” (1820) de Maturin no se publicó. Ni tampoco “El castillo de Otranto” (1764), de Horace Walpole, pese a no ser una obra “perniciosa”. Es curioso que “El monje” (1796) de Matthew Lewis, en cambio, sí se tradujese. Hay que tener en cuenta que la novela gótica, en su origen inglés, es un producto profundamente nacionalista y un alegato contra la otredad. Era en “lo otro”, en los lugares exóticos, donde cosas terribles podían suceder, sobre todo en el Mediterráneo. Italia y España son escenario habitual. Sobre todo España, donde aún seguía vigente la Inquisición. Éramos un caldo de cultivo de temáticas y tramas.

Ann Radcliffe, en cambio, tuvo tanto éxito que los editores españoles llegaron a atribuirle libros que no había escrito para que se vendiesen más.

Ella representaba la versión más moderada del gótico, donde los fantasmas no son reales. Lo que más preocupaba a los censores españoles era que no hubiera presencia de lo sobrenatural. En las obras de Radcliffe, lo fantástico acaba teniendo explicación, así que cuadraba mucho con lo que estos preceptistas morales querían. Por eso la convirtieron en autora de mucho prestigio aquí.

Las novelas góticas que llegaban a España sufrían tantas modificaciones al ser traducidas que tú las consideras obras originales en sí mismas.

En mi estudio, apliqué a la novela gótica la corriente de Álvarez Barrientos, según la cual las obras se modificaron tanto a la particularidad española que hay que entenderlas como novelas en sí. Lo cierto es que, en su adaptación a nuestra cultura, los textos fueron despojados del profundo nacionalismo que los caracteriza en el original inglés, así como de su proverbial miedo a “lo otro”. Claro, ese “otro” éramos nosotros. Eso los traductores lo suprimieron para acomodar los textos al gusto local.

Uno de los casos que explicas es el de la “Galería fúnebre de espectros y sombras ensangrentadas” (1831) de Agustín Pérez Zaragoza, todo un éxito en su momento.

Es un caso muy curioso: A menudo, los manuales de historia de la literatura dicen que sólo hubo una obra gótica en España: la “Galería fúnebre” de Pérez Zaragoza. Y de hecho esa es la que citan los alumnos en la universidad. Sin embargo, resulta que este libro es en realidad la traducción de un original francés que, encima, es una parodia del género. Por eso está repleto de una excesiva reproducción de crímenes, cadáveres y sangre. En 1820, la novela gótica estaba prácticamente agotada y empezaban a aparecer parodias. Una de ellas fue, precisamente, “Les ombres sanglantes, galerie funèbre”, del francés Cuisin, que es la que Agustín Pérez Zaragoza tradujo muy libremente y que quedó como canónica en España.

Esas traducciones que eran prácticamente reescrituras buscaban adaptarse al gusto nacional, pero también a la censura.

A principios del XIX, Iglesia y Estado eran una misma cosa. La censura, a efectos prácticos, quedaba en manos del poder eclesiástico. Eran instituciones retrógradas, que se guiaban por edictos de más de cien años, donde se condenaba la obscenidad y la exaltación de las pasiones. A principios del XIX, la censura puso los ojos no ya en la novela gótica, sino en la novela en sí. Ésta había irrumpido a finales del XVIII y no gustaba nada a las autoridades. Llegó incluso a prohibirse. Temían todo lo que viniera de fuera, porque podía pervertir la mente de los jóvenes.

¿Cómo funcionaba la censura?

El libro que se quería publicar llegaba al juez de imprentas. Después pasaba al vicario eclesiástico, que lo mandaba al censor de turno. En años posteriores, muchos escritores, Larra entre ellos, se reían de los censores españoles porque la realidad es que no leían los libros. No se explica de otro modo que muchas obras la hubieran podido pasar. Los censores no iban más allá del título y el prólogo, y editores y autores supieron jugar con eso. En el caso de las novelas góticas, solían prevenir al lector en las advertencias iniciales para que “no se pervirtieran” ni se abandonasen a la imaginación. Ese era el truco: ¿Qué manera mejor de no caer en el vicio que mostrándolo en su máximo esplendor para que al final triunfe el bien y haya una lección?

Así que era una censura relativamente efectiva.

A menudo se trataba de gente sin ninguna formación, fácil de engañar. No eran censores gubernamentales como los de Francia o Inglaterra, donde hubo novelas góticas prohibidas. En España, con que se condenase el vicio en las advertencias iniciales ya pasaban adelante, sin importar que al final de la obra invariablemente quedase esa sensación de omnipresencia del mal, siempre al acecho.

Centrándonos en la producción estrictamente nacional, ¿que caracteriza a la novela gótica española?

Ante todo hay que decir que la novela gótica es un producto genuinamente inglés. Tiene dos vertientes que se cultivarán desde el principio: Una racional, que tiene más que ver con el suspense, y otra irracional donde lo sobrenatural sí es manifiesto. La corriente racional, más que con lo fantástico, tiene que ver con el vicio, lo que es tabú… el mal en esencia. Esta es la que se cultivó en nuestro país.

¿Y por qué ese rechazo a lo fantástico en España?

Tiene que ver con los preceptos de la teoría literaria española, en la que el gusto, como decía Menéndez Pelayo, venía siempre por la verosimilitud y el realismo, y que consideraba más peligroso abandonarse a la imaginación que a las pasiones. Por eso en la traducción de “El monje” se mantienen todos los episodios de torturas y violaciones mientras que el capítulo sobrenatural se elimina.

Otra constante de la novela gótica española es la moralina final, con su desenlace redentor. El instruir deleitando, como dices en tu estudio.

Era la máxima para que preceptistas y censores quedaran satisfechos, y una de las características que se asocia a nuestra novela gótica. En sus páginas pueden aparecer las mayores barbaridades: detalladas torturas y violaciones, las más desatadas expresiones del mal. Pero, al final, son castigados los malvados y los virtuosos, redimidos: Se restablece el orden. Sin embargo, la sensación que queda es la del triunfo de las tinieblas por encima de esa lección edificante final. En el fondo, eso es lo que buscaba el público: la fórmula de la novela gótica en la que el mal lleva sus tentáculos a todas partes de la novela.

Para rescatar las obras de Pascual Pérez y Rodríguez (1804-1868) tuviste que hacer una auténtica labor detectivesca. Nos hablas de sus tres novelas góticas: “La urna sangrienta o el panteón de Scianella”, “La torre gótica o el espectro de Limberg” y “El hombre invisible o las ruinas de Munsterhall”, publicadas en Valencia en torno a 1830.

Pascual Pérez y Rodríguez fue una persona muy inquieta, leída, de ideas afrancesadas. Con una vida interesante. Estuvo en la tertulia de Mariano de Cabrerizo en Valencia, donde se familiarizó con la novela gótica junto a otros jóvenes escritores. Él quería triunfar en el mundo editorial, y la mejor manera de hacerlo era con novelas góticas, que era lo que arrasaba entonces. Publicó tres, pero quizá se dio cuenta de que no le convenía demasiado que aparecieran vinculadas a su nombre y por eso las firmó con iniciales. Luego se pasó a la vida eclesiástica, como sacerdote escolapio, hasta que salió de ella. Me llevó mucho tiempo descubrir que era él quien se ocultaba tras esas iniciales. Sus libros ni siquiera están en la Biblioteca Nacional. Yo los encontré en la Universidad de Málaga y en la Biblioteca de Cataluña, en ambos casos por donaciones familiares, de bibliotecas privadas. Algún otro ejemplar apareció en un convento, aunque pueda resultar extraño. Con eso y con la biografía que se publicó de él a los pocos años de su muerte, pude vincular al autor con su obra.

Arrancas del olvido otros libros: “El subterráneo habitado o los Letingbergs” (1830), de Manuel Benito Aguirre, “Las calaveras o la cueva de Benidoleig” (1832), de autor anónimo… ¿Qué repercusión real tuvieron este tipo de obras en la sociedad española?

No podemos comparar las cincuenta novelas góticas que hubo en España con las mil de Inglaterra, donde hubo un público burgués, alfabetizado. Hay que mirarlo en proporción. En todo caso, tal como he mostrado en mis estudios, las publicaciones de los primeros treinta años del siglo XIX en España fueron mayoritariamente góticas. Fue un fenómeno a nivel europeo. Y en España tuvo, dentro esa pequeñez, abundante eco.

En un país donde, a principios del XIX, sólo el 5,96% de la población estaba alfabetizado, ¿quiénes las leían?

Era un público nuevo, esencialmente burgués y femenino. Mujeres que se empezaban a apartar del modelo de madre y ángel del hogar que se les imponía. Desde el momento en que la mujer tiene tiempo para más cosas que cuidar de los hijos, busca un nuevo ocio que vaya más allá del leer vidas de santos. Por eso las novelas góticas las encandilaron enseguida, y por eso la censura se apresuró a ponerse al acecho. También cierta aristocracia ilustrada las leía. De hecho, los editores, para darles prestigio a sus publicaciones, incluían en las últimas páginas la lista de suscriptores, y presumían así del nombre o posición éstos. Agustín Pérez Zaragoza, por ejemplo, encabezaba la de su “Galería fúnebre de espectros y sombras ensangrentadas” con la familia real.

¿La familia real leía cuentos góticos?

Sí, había un verdadero furor. Las historias salían por fascículos en tamaño cuartilla, ideal para guardarse en los bolsillos de las mujeres. Este modelo de publicación es el precedente del folletín decimonónico.

En conclusión, en España hubo novela gótica.

Exacto, la hubo y se necesita recuperarla para las historias de la literatura y las universidades. Se deben revisar los manuales, poner a este subgénero histórico en el lugar que merece. Hay que aclarar algo: Se dice a menudo que hoy se escriben nuevas novelas góticas. Sin embargo, el gótico murió en 1820 con “Melmoth el errabundo”, que fue el canto del cisne del género. Éste es hijo de aquel periodo, de aquellas necesidades. Sí es cierto que nos dejó una herencia, reminiscencias, a menudo vinculadas a lo fantástico, que aparecen en obras actuales. Pero la novela gótica está encerrada en un tiempo histórico concreto. En cualquier caso, es muy interesante que, desde hace unos años, se esté recuperando este patrimonio por parte de los autores contemporáneos, que regresan y profundizan en el origen.

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