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`El cartógrafo´: lo que no se puede representar ni olvidar

Blanca Portillo y José Luis García luchan contra el olvido en "El cartógrafo"

José Antonio Fuentes

Murcia —

El Teatro Romea de Murcia se llenó para asistir a la última puesta en escena de Juan Mayorga,`El cartógrafo´. Una obra de dos horas de duración que acabó poniendo en pie a buena parte de la audiencia ante una Blanca Portillo y José Luis García visiblemente emocionados y agradecidos.

Juan Mayorga lo tiene claro, “el teatro es el arte de la reunión y la imaginación”. Examina cómo vivimos e imagina otras formas de vivir. Para el dramaturgo, el teatro es un arte político y su misión es mostrar la complejidad de la pregunta y la fragilidad de cualquier respuesta. En este caso, Mayorga plantea la obligación de enfrentarnos a la -nuestra- historia y qué punto de vista asumimos ante ella.

`El cartógrafo´ no es la primera aproximación al Holocausto nazi por parte del autor. En `Himmelweg, camino del cielo´ ya abordó lo que el filósofo Reyes Mate llama un gesto filosófico, dejar de meditar y pasear por Auschwitz. Un gesto que te aboca a la búsqueda de la verdad y que debe comenzar en la memoria del sufrimiento, aunque esta sea de color gris donde víctimas y verdugos se confunden. Una obsesión del dramaturgo, matemático y filósofo Juan Mayorga que refleja en su monumental ensayo `Elipses´ y en cada una de sus obras.

Meditar, pasear y volver a preguntarse: ¿Es posible una representación teatral del Holocausto? Y si es posible, “¿qué derecho tenemos a llevarla a cabo en cada función?”, se pregunta Blanca Portillo a mitad de la representación. Junto a su compañero de reparto, José Luis García Pérez, cogidos de la mano y con todas las luces del teatro encendidas, alejados de la ficción, narran lo que no se puede representar, la Shoah. “No hay verdad sin sufrimiento, como no hay cultura sin barbarie” nos recuerda Mayorga en este acertado giro metateatral que concluye Blanca Portillo, antes volver a ser la niña aprendiz del cartógrafo, con un escueto “el conductor del tren era judío”.

En `El cartógrafo´, Blanca, La mujer de un diplomático español que trabaja en la Embajada española en Varsovia, trata de averiguar la existencia de una niña y un anciano cartógrafo que dibujaron desde dentro del gueto judío lo que vieron, lo que pasó, lo que fue importante para ellos. Unos mapas que nos hablan de los muertos sin tumba y del honor de los vencidos.

Blanca recorre la actual Varsovia ante el desconcierto de su marido, en una investigación destestivesca para tratar de averiguar si de verdad existieron la niña de los lápices y el anciano cartógrafo. Un mapa le lleva a otro mapa, hasta que descubre la verdad de su búsqueda. Ella misma, tumbada en el suelo, le pide a su marido que dibuje su silueta. El mapa de su existencia, su memoria, su dolor, lo que ha amado y lo que ha perdido, lo que no cabe en el trazo y lo que por grande o terrible que sea queda señalado en el itinerario de nuestra vida. Y este momento pertenece al teatro, no hay pantalla de cine o televisión que lo capte. Es la magia de reunirse e imaginar, por un momento, juntos.

En el teatro de Mayorga, los actores y la palabra, son los verdaderos protagonistas. Medio y fin en sí mismos. Cabe preguntarse sí este teatro es capaz de conectar con las generaciones más jóvenes. No se puede obviar que vivimos en un mundo hipertecnológico, donde la memoria y el pensamiento se actualizan a la misma velocidad que el software. Por otro lado, los continuos cambios de personaje, lugar y tiempo sin deslindes ni cambios de cuadro obligan al espectador a aceptar una renovada convención dramática que en algún momento puede resultar confusa.

Pero lo cierto es que después de la función uno puede dejar de preguntarse por su propio mapa: qué elegimos y qué descartamos y sobre todo, qué preguntas nos hacemos. Sea como sea, la niña judía cartógrafa, que aprendió en el gueto de Varsovia a dibujar su propia vida, dejó un trazo inconcluso, una invitación a llenar de rojo todos los mapas que han dibujado por nosotros. A inventar nuevos, a aceptar nuevos límites alejados de la barbarie.

Dibujar por ejemplo, los campos de refugiados que pueblan hoy la actual Grecia formando pueblos invisibles para Europa. O llamar al mapa de España, Antígona, que dio la vida por dar sepultura a su hermano muerto en combate. O a trazar, simplemente, la silueta del paso del tiempo desde el balcón de tu casa. Sea como sea, educarnos contra Auschwitz.

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