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Miguel Hernández, el poeta del sacrificio

Pedro Guerrero Ruiz

Murcia —

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“Nacerá nuestro hijo con el puño cerrado”. Es lo que decíamos aquellos muchachos hambrientos de libertad. Los versos de Miguel Hernández eran, para quienes entonces nos creíamos “murcianos de dinamita”, una cosecha de valor.

Valor para resistir aquella arrancada del toro más fiero. Valor para sobrevolar la necedad de un régimen cuartelero que nos quemaba el poema antes de escribirlo, que nos ardía entre la memoria de nuestros intelectuales muertos y exiliados y la voladura de nuestra mejor juventud.

Vivíamos entre rejas sin el honor de haber peleado por una España distinta a la que nos esperaba cuando íbamos naciendo. En un pozo de camaradería, entre muy pocos y algunos no muy seguros, mientras se iba haciendo cal viva la cultura.

Ardía la cultura, los libros, la ciencia, entre los leños de unos cánticos que nos obligaban a decir. ¡Cuánta tristeza y cuánta miseria por aquellas alamedas donde nos besábamos también a escondidas!

Era la España de aquel “toro que en la ribera llora, olvidando que es toro y masculino”, aquella del dolor, donde Miguel Hernández había puesto su herida abierta para que le entendiéramos incluso antes de irse para siempre (“no hay extensión más grande que mi herida”).

Con Paco Rabal, íbamos tan sólo para recitar la Elegía a Ramón Sijé. Parábamos en los altos de Orihuela, y con su voz única, como una letanía, hacíamos homenaje al poeta. El palmeral, abajo; la cueva del rebaño, tan cerca de allí; la higuera, una panadería... Nada.

Ya no quedaba sino salir corriendo delante de unos grises numerados cuando los pintores pintaron en un barrio de Orihuela una España que no era oficial. Y vendíamos almanaques con sus versos y el dibujo de un Buero, su compañero de prisión en Ocaña, tan enfermo de los pulmones como él.

Miguel Hernández estaba tan prohibido como los besos públicos. Por eso nos pusimos enfrente de la mentira, y nos sabíamos “me llamo barro aunque Miguel me llame”, “me tiraste un limón y tan amargo” y “como el toro he nacido para el luto”. Todos los versos que no eran sino el del pesar que vivíamos a todas horas.

Porque sentíamos también más su muerte que su vida. Más su pena que sus versos de amor, que no eran sino cartas líricas a su amada Josefina desde el puro hueso de la poesía. El amor arrebatado lo dejábamos para Neruda, que era su amigo (“ya sabes que para mí, de toda la poesía, tú eras el fuego azul”) y vivía en la libertad recordada de aquel nuevo desastre nuestro. Luego pasó lo que pasó por Isla Negra. Pero en aquel momento todo era como en Vallejo (“hay golpes en la vida tan fuertes…”). “Yo no sé”.

Ha pasado el tiempo y todo sigue igual en la memoria. La memoria es selectiva, pero en la poesía de Miguel Hernández todo es tan independiente como selectivo. Desde el hambre en la “Nana de la cebolla” hasta “Vientos del pueblo” hay un clamor siempre, como el Guernica de Picasso, un alzamiento de brazos y mujeres ateridas. Un poco de luz y sombra y, finalmente, grito, padecimiento.

La puerta se abre y el tiempo desiste. Por eso su familia, la que le queda, pedía que se reparase su memoria. ¿Pero cómo se repara una memoria? ¿Cómo se repara la negritud de una condena? ¿Cómo se repara un lento asesinato? ¿Qué juez será ahora capaz de llevar al banquillo a quien dejo muda la poesía? ¿Qué amnistía, qué reconciliación, puede reparar la cumbre de un pájaro herido, muerto cuando más cantaba?

Ya no hay sino la memoria de un rayo que no cesa, de un cristal por donde pasa la vida “de muy mala gana”, como aquel final de León Felipe. Pero eso es por “la España de la rabia y de la idea”, la que retrató Machado, don Antonio, claro, para definirnos a los bradomines vestidos de azul y con brillantina, a la España negra de Sorolla; la embestida de aquel toro, la España de los poetas que no gustaban de los chipirrines de charanga y pandereta.

Esa es la única memoria de los que ahora tenemos la edad que recuerda mucho de aquello, y no tuvimos sino sus versos y su calzado cabrero en una fotografía, su poesía que era la que se hacía en la fragua del metal más preciado, la poética del surco y de la sequía, abrumada por el olfato de la tierra, abonada por las lagrimas de los derrotados.

Maldito fascismo que acabó con la razón y la cultura. Bandidaje de correaje y pistola que acabó con la vida de un poeta que amaba la vida. Espías que no lloraban porque “tienen de plomo las calaveras” cuando dieron café, mucho café, a García Lorca y dejaron sus huesos tan escondidos que nunca jamás tendrá donde cayó un trozo de tierra reconocible. Ahora, precisamente ahora que se cumplen 74 años de aquel día en que la memoria nos pide decir que silenciaron al ave de la abundancia lírica, aquel pájaro que, como el de San Juan de la Cruz, era el del más bello trino y sus plumas de los colores más brillantes.

Qué podemos sino decir que aquel admirable poeta volaba en solitario, porque su poesía también era única. Qué podemos rezar sino “umbrío por la pena, casi bruno”. En soliloquio, lejos del surco donde cultivaba el romero y la pobreza (“¿Cuándo será, Señor, que eches tanta soberbia debajo de un suspiro?”). Forjando la paz para aquel hijo que nacería con el puño cerrado.

Pero nos queda la esperanza en su poesía de miel y de ceniza, de toros y lunas en silencio, la cebolla, el yunque, las cabras monte arriba. Un muchacho tan joven que dejó de volar muy pronto sus ansias de libertad, sus alas siempre atentas. Era la esperanza la que vivía, la fuerza insistente en una larga noche de silencio obsceno. Era lo que recitábamos después aquellos muchachos hambrientos de libertad. ¿Qué ha cambiado sino que la palabra ha vuelto a su lugar de origen? Si la palabra es agua, si el corazón es agua que se acaricia, ¿por qué aquel destino de matar lo que es la vida y se arrolla, y calla?

Pero la muerte, la muerte deja un gusto a albahaca pasada que no te deja nunca. Nunca. “Si me muero que me muera con la cabeza bien alta”. Por eso se escondieron en el cieno de su criminalidad. Desaparecieron. Y ahora no se sabe dónde están ni siquiera sus cenizas para que pidan perdón. O tal vez les dimos tiempo porque sabíamos que era así, con el tiempo, como vendría la verdad a buscarse así misma. Porque no tenían sueños por los que luchar. Y el poeta, sí. El poeta galopaba en alegría (“La alegría es un huerto del corazón con mares”): “Alegres animales, / la cabra, el gamo, el potro, las yeguadas,/se desposan delante de los hombres contentos. / Y paren las mujeres lanzando carcajadas, / desplegando su carne firmamentos”.

Precipitado y solo, Miguel Hernández volvió a la sombra definitiva, a la ceniza sin alma. Sólo la sombra, pozo segado, y un hilo de esperanza (“Pero hay un rayo de sol en la lucha / que siempre deja la sombra vencida”. Y eso fue lo que nos dejaba a aquellos muchachos que crecimos en su palabra. Y eso fue cuando caía derrotada la poesía, frente al “carnívoro cuchillo”, dejando un tiempo amarillo sobre su fotografía.

. Pero nunca le vencieron, porque no pudieron matar la poesía. O creían que la mataban y resurgía, sonora, grave, cantada por la gente. Por eso bajaban la frente aquellos sepultureros de la noche más negra. “Tendré apretados los dientes y decidida la barba”. Ya pasó el tiempo. Miradlo bien, “que hay ruiseñores que cantan”.

Y la memoria, la histórica también, ya es un inmenso panteón. Porque ya no hay justicia que repare la injusticia de la muerte o el exilio de “un toro solo que en la ribera llora”. Pero aún quedan “almendros de nata” que esperen el trino de aquel pájaro. Porque ha vuelto la canción, aunque la amnistía del miedo ni les deja ni ellos quieren. Pero la poesía es la justicia en el tiempo.

Ellos lo saben. Sólo nos queda la palabra, como a Otero, aunque el “lujo cultural por los neutrales” que decía Celaya, la ñoña poesía que nunca sabrá el pueblo ni será cantada por un muchacho con guitarra, sea abrazada por el provincianismo de los casinos y los tertulianos necios. Sólo el pueblo trae y se lleva la poesía. Y es el pueblo quien repite al poeta verso a verso. Escuchad, escuchadlo: “Dejadme la esperanza”.

Ocurre que Miguel Hernández nos ha regalado su poesía para cantarla. Y aunque aquel cinco de enero dejara sus abarcas rotas en la ventana fría, y la respuesta fuese el hielo de la noche, ahora, al más poeta de los cantautores gritarán la poesía del “Hijo de la luz y de la sombra”. Y todo se llena de júbilo. Y puesto que nada espero de la justicia, In Memoriam, el desprecio, mi desprecio por el duelo al que la dictadura franquista sometió a España. Y mi alegría. Mi alegría porque el tiempo deja a cada uno en su sitio, porque para ya todo es del litoral de la poética de Miguel Hernández, de quien no quiso salir de España para salvar su vida y al que, por ello, su amigo Rafael Alberti llamó, certeramente, “el poeta del sacrificio”. IN MEMORIAM.

Pedro Guerrero Ruiz

Catedrático de Didáctica de la Lengua y la Literatura

de la Universidad de Murcia

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