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Resiliencia en Ritsona

Campo de refugiados de Ritsona, Grecia / Teresa Fuentes

Ester Ungría

Ritsona —

He vuelto a Ritsona nueve meses despues de mi primera vez en el campo.

Hace nueve meses cuando pusimos caras y corazones  a las personas que habíamos visto en las imágenes de la tele no parábamos de repertirnos: a la vuelta a casa tenemos que hacer algo y como nosotras cientos de voluntarios y voluntarias que  después de pasar unas semanas aquí son incapaces de volver a su casa y retomar con normalidad sus vidas convirtiendo en una experiencia más su paso por Ritsona.

Solo dos semanas después de volver a casa presentamos los papeles de constitución de la Asociacion Amigos de Ritsona. Me costó mucho no sentirme mal por seguir viviendo la vida que tenía. Estaba preocupada por todas las personas que había conocido y no podía entender por qué yo podía tener una vida más o menos digna y ellos, que habían sufrido bastante más que yo, no.

Día a día he ido sintiendo más asco y rechazo hacia todos los dirigentes que son capaces de ralentizar los procesos de asilo o que siguen sin proporcionar rutas seguras que salven vidas y ahorren sufrimiento a personas que huyen de una guerra. Sin embargo, cada día ha ido aumentando también mi esperanza en el ser humano gracias a las personas de a pie que, de una forma u otra, deciden invertir su tiempo  y energía en ayudar a otras personas.

En estos cuatro días en el campo he conocido varios proyectos nuevos gestionados por voluntarios independientes que, sumados a los que ya existían, hacen que unas cuantas familias vulnerables ya no estén viviendo aquí, sino en pisos, que Ahmad pueda impartir clases de informática, que un grupo de mujeres trabaje varias horas al día tejiendo alfombras con restos de chalecos salvavidas y tengan un sueldo o que vengan al campo abogados que informen sobre los procesos de asilo.

Unas semanas antes de venir empecé a pensar que para no llevar tan mal mi vuelta como la otra vez no iba a relacionarme con nuevas familias. No solo no estoy siendo capaz de cumplirlo, sino que sería tonta si dejase de conocer la resiliencia y capacidad de superación que tiene la mayor parte de las personas que vive aquí.

Comparto las horas que tenemos libres en el campo con las personas que viven en los ocho contenedores de obra que forman una de sus calles. En ella conviven cuatro  familias formadas por mujeres que viven solas con sus hijos, con otros cuatro contenedores en los que viven chicos en torno a los 25 años que están solos en el campo. Entre estos jovenes estan Kuteibba y Sofian, a los que conocí en agosto y que me marcaron profundamente.

Cuando los conocí estaban muy demacrados, casi no sonreían y no se relacionaban. Ahora forman parte de una comunidad, se cuidan los unos a los otros y están casi todo el tiempo rodeados de gente. Esta calle es la más visitada por los voluntarios que estos días estamos por aquí y creo que es así siempre. Quizá influya que la mayoría habla inglés, pero creo que nos atrae más la alegría que desprenden y el buen rollo que trasmiten. Todo el tiempo bromean con nosotras, por no hablar de su hospitalidad y de su interés y ganas de trabajar junto a nosotras para proponernos y sacar adelante proyectos que creen que son necesarios en el campo.

Todos los días hay algún momento en el que una oleada de realidad te hace recordar todo lo que han sufrido, ya sea por una llamada de un familiar o porque en medio de una conversación sobre algo cotidiano como la forma de dormir, uno de ellos nos diga que es capaz de dormir sentado porque tuvo que dormir así durante tres años en la cárcel. Ante eso tú te quedas en silencio y no sabes qué decir. Pero ellos, tras contarte todo con resignacion, vuelven a las bromas y las sonrisas.

Cuando volvamos a casa seguiremos luchando por no olvidarnos de todas estas personas porque muchos de los que comen junto a nosotras hoy saldrán pronto del campo. Tuvieron la suerte de llegar a Europa antes de la firma del acuerdo con Turquía y además pertenecen a los países que entran dentro de la recolocación. Pero entonces no podremos olvidarnos de los que ya son casi mayoría en este campo semipermanente en Grecia, los que llegaron después del acuerdo o que son de Afganistan o Irak y, por ello, Europa no cree que merezcan cruzar sus fronteras.

Ahora, antes de volver a casa, me repito a mí misma que cuando vuelva tengo que ser fuerte y recodar la capacidad de superación de todas estas personas que siguen sonriendo y dando lo mejor de ellos siempre, así como la energía de todos los voluntarios que me rodean para no rendirme y seguir teniendo esperanza tanto en el ser humano como en que otro mundo es posible.

*Ester Ungría es miembro de la Asociación Amigos de Ritsona

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