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El coleccionismo ha muerto, viva el coleccionismo

Exposición en el Museo Picasso de Málaga. |

Alberto Santamaría

Un tipo vestido impecable, y con cierto gesto de superioridad, dice a su interlocutora, una joven tostada y elegantemente vestida: “La verdad es que no sé por qué hemos tenido tanto éxito”. Ríen. Se enseñan los dientes amablemente. Se trata de Borja Baselga, director de la Fundación Banco Santander y frente a él, tal vez, una coleccionista. Les escucho en silencio, sentado en una silla justo a la entrada. Es cierto. El salón de baile, donde se realiza el curso de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (UIMP) sobre coleccionismo, está a las diez de la mañana de un 18 de julio a rebosar de personas y personajes del mundo del arte. ¿Mundo del arte? Escribo estas palabras y enseguida me dan ganas de borrarlas. Escribo mejor: mundillo del arte. Las borro. Luego las vuelvo a escribir. Se forman corrillos en el pasillo antes de comenzar. La estética del corrillo previo a una ponencia merecería un estudio aparte. Palabras banales. Gestos. Unas cien personas se reúnen durante tres días bajo el título Coleccionismo, apreciación y valor del arte contemporáneo. Un recorrido por los actuales circuitos del arte. El público lo compone una densa trama de galeristas, banqueros, coleccionistas/empresarios y artistas. Durante los días que dura el curso se desarrolla, en paralelo, la feria de arte Artesantander. En cualquier caso, ¿por qué hay tanto público? ¿La alianza arte-mercado resulta tan atractiva? Seguro que sí. Pero ¿qué impulsa a alguien a coleccionar? Y, por otro lado, ¿cuál es el papel del coleccionismo y del coleccionista hoy?  Estas son sólo algunas de las preguntas que están detrás de mi presencia aquí.

Al entrar en el Palacio de La Magdalena uno tiene una sensación extraña. Como si tras de sí caminase un fantasma; un fantasma que se respira, que se huele, que se piensa. Pero sobre todo un fantasma que seguro lee La Razón ya que sobre todas las mesas del palacio reposa un taco de ese periódico, que todo el mundo lee a lo largo del día, acariciándolo, hojeándolo, como si fuese un mapa sentimental del presente. La UIMP es, en fin, una especie de nave espacial que alguien ha abandonado allá arriba, para que algunos seres piensen que lo que allí hacen y dicen afecta al mundo, un mundo que —aparentemente— late ajeno. Miradas ceñudas, sonrisas amables, estudiantes esforzados e inteligentes, sacerdotes, políticos, se cruzan por los pasillos haciendo crujir las viejas maderas.

La sala donde se desarrolla el curso está llena. Apenas hay sitios libres. Tras las oportunas presentaciones iniciales se escucha un sonoro aplauso dedicado a la Fundación Banco Santander, quien financia el curso y por lo visto está llamada a salvar el arte español. El aplauso es sonoro y sincero. Este inicio tiene algo de homilía.

Durante tres días se concentran una gran cantidad de coleccionistas (asociados en 9915), galeristas y agentes del mundo del arte vinculados al Instituto de Arte Contemporáneo. Tanto en las ponencias como en los pasillos algo parece claro: el coleccionismo ha cambiado. El coleccionista ya no es el mismo de hace cuarenta años. Esa parece una tesis más o menos homogénea. Ya no es el típico profesional culto que colecciona arte, nacional fundamentalmente. No. Ya no es así. Las transformaciones económicas, los vaivenes sociales, han variado el mapa del coleccionismo. En la actualidad prima más la figura del empresario e inversor que mantiene una línea paralela relacionada con el arte. Un coleccionista con una pulsión internacional, atento a los cambios. Este sería el esquema del coleccionista. Ahora bien, ¿para qué coleccionar arte? Esta pregunta ronda la cabeza de los presentes, pero nadie la propone. Se esgrimen documentos, cifras, estadísticas, pero lo que todos reclaman es que se les vea como auténticos lovers del arte. Ahí está una de las claves y de las paradojas. Si no supiéramos absolutamente nada de dónde estamos, si fuésemos marcianos que aterrizan allí mismo en ese momento, al instante nos daríamos cuenta de que para esta gente un coleccionista es un ser alado, que ama el arte con un amor sobrehumano. El dinero, o la procedencia de su dinero, es lo de menos. Primero uno es lover del arte y luego coleccionista. Según nos cuentan compran arte no para especular, ni para recibir beneficio sino simplemente para disfrutarlo y permitir que otros lo disfruten. “No me preocupa —me confiesa uno— que se revalorice lo que compro, sólo que me citen, que sepan quién soy. Bueno, que se revalorice pero que no se compre, saber que se revaloriza, ya sabes”. No. No lo sé, pienso, pero no digo nada. Otro coleccionista dice sin tapujos que su forma de comprar es sencilla: “Mismo tamaño mismo precio”. Pero “no lo hago por dinero, sino por emoción, bueno, emoción e inversión”. Todos, al menos con los que hablo, se esfuerzan en decirme que ven la obra de arte no como algo mercantil o especulable, sino como producto afectivo. En alguna ponencia también se escucha esta idea. Afectos y efectos sociales como ejes de parte del mundo del coleccionista. No sólo eso. Una de las ponentes dice: “El coleccionismo representa la construcción democrática de la sociedad”. Copio esta frase, la vuelvo a copiar y juro que no la entiendo. Hace falta un Walter Benjamin para desentrañarla, yo no estoy capacitado y además tengo hambre. Más tarde, la repiten varias veces. Alguien añade: “Si el arte sobrevive hoy en día es por los coleccionistas y por las empresas, bancos, si no no habría arte”. Algunos asienten. Y es cierto, según las cifras y las ideas que muestran. Si bien olvidan otros factores, como el papel del propio artista y su precariedad general, o la precariedad de los trabajos en el ámbito de la cultura. Nadie habla del éxito de la huelga del Museo de Bellas Artes de Bilbao o de la huelga en Es Baluard. Acostumbrado a ver el arte desde otro ángulo, me asombra cómo aquí el arte ocupa un lugar difuso, donde el peso de lo económico se mezcla con cierta retórica romántica del arte. Se alimentan de esa paradoja. Progresivamente, conforme pasan los minutos y las conversaciones, me voy percatando del objetivo real de estos cursos: elevar la moral del sector, o de esa parte del sector artístico de dónde viene el dinero privado. Estoy, oh cielos, en medio de una especie de (necesaria, eso sí) terapia colectiva.  Hace calor. Mucho calor. Bajo a la playa. Me doy un baño y mi aura se reconforta.

La palabra fetiche nadie la menciona, pero sí que mencionan a Benjamin. Walter Benjamin reaparece en estos foros de coleccionistas como lejano apóstol de algo. Hay, por supuesto, espléndidas ponencias. Joao Fernandes, del Museo Reina Sofía, da una auténtica lección magistral acerca de cómo debe trabajar una institución pública y cómo ha de relacionarse con lo privado. Se refiere al hecho radical (que los coleccionistas parecen no querer apuntar) de que el coleccionista vive fundamentalmente pegado y atento a lo vaivenes del mercado mientras que los museos públicos deberían prestar atención a la construcción de un relato, ajenos a esos vaivenes. Sin embargo, nadie menciona el absurdo montaje de los patronatos de los grandes museos, la ausencia real de la ciudad en la toma de decisiones a favor de ricos y coleccionistas o cómo ha de repensarse la arquitectura de esas instituciones públicas, donde ciertos consejos asesores están en manos, digamos, poco claras. Nuria Enguita aborda el sin duda interesante proyecto Per amor a l´art, un proyecto cultural y social fundado por José Luis Soler y su esposa Susana Lloret. Un proyecto de altura, y de enorme interés. Soler es un conocido empresario. Otro dato curioso del que uno se da cuenta pronto. En ningún momento se menciona que el crecimiento de su fortuna, y por tanto de su colección, se debe a las toallitas húmedas del Mercadona. No hay nada de malo en ello, al contrario, creo que sería la forma de humanizar a los coleccionistas. Pero hay una enorme reticencia al hecho de nombrar la procedencia del dinero, que me recuerda mucho al Burgués gentilhombre de Molière. Cuando pregunto, nadie me dice a lo que se dedica: “Soy empresario”, “me dedico a las finanzas”, etc. Otro dato es la insistencia en la educación. La educación como eje vertebrador del cambio. Si cambia la educación cambia la forma de ver el mundo, dicen. El coleccionista tiene fe ciega en la educación. Pero entre las cosas de las que hablan cuando se refieren a la educación es al hecho de que desde la infancia se debe hacer ver lo importante de la figura del coleccionista. “Educar para que al coleccionista se le valore como importante para la sociedad”, esas son las palabras exactas. Tras los aplausos oportunos, me largo.

Justo a la entrada me topo con una de las ponentes. Le hago un comentario. Me responde: “A un coleccionista ya no se le pide que compre arte sino que se comprometa con el mundo”. Uno de los temas que aparece en varios momentos de las ponencias y de las conversaciones es el arte social y político. Recuerdo que hace un tiempo Yes Men hablaba del carácter imparodiable del capitalismo. Oigo: el arte comprometido es el lugar central hoy para el coleccionista. Asombrado copio estas palabras. ¿Realmente han dicho eso? Así es, no sé  de qué me asombro: para el coleccionismo hoy el lugar es el arte social. Tomo café con un coleccionista, aunque luego me dice que lo es un poco. ¿Se puede ser “un poco coleccionista”? “Ahora hay que comprar arte social, 15M y demás. Eso dentro de unos años quizá sea importante. El coleccionista es un oportunista”, dice con una gran sonrisa. Una de las ponentes menciona las siguientes palabras de Nato Thompson: “Coleccionar arte comprometido es la mejor forma de explorar el mundo y lo que aquí ocurre”. Ahí está la clave. Según cuentan algunos de los presentes “la misión del artista es dar voz creativa a lo que ocurre fuera y la misión del coleccionista es comprarlo para saber lo que ocurre en la sociedad, para visibilizarlo y tenerlo presente”. Sí, así es, puede que los coleccionistas tengan la misión de comprar arte político para así saber lo que pasa en el mundo. Quizá sea un exceso, quizá con mirar ellos mismos de otro modo la realidad ya sería suficiente, pero realmente consideran que parte de su misión es esa: “adquirir” los problemas sociales a través del arte. Tal vez sea esta idea la mejor forma de percatarse de su pulsión fetichista. Aprehender lo real a través del arte. Sudo por el calor y lo arduo del tema.

Conforme pasan las horas y las ponencias una cosa me va quedando clara: en un curso sobre coleccionismo y arte contemporáneo vas a ver más gráficos indescifrables acerca de fluctuaciones mercantiles que obras de arte. Mi inocencia es evidente.

Y ¿en todo esto qué pinta el artista? Por un lado aparece el pintor Secundino Hernández, que se presenta como artista que vende a nivel internacional. Sin pudor se vende como producto, y que tiene que cambiar lo que hace para que sus coleccionistas no se cansen. Suelta: “Cuando dentro de 150 años quieran hacer una exposición sobre mí tendrán que traer mi obra del extranjero, es una pena, pero así será”. Tal cual. Por otra parte, el economista Alain Servais, tras una magnífica presentación o mapeo de la realidad mercantil del arte, concluye que la pobreza o precariedad del artista hoy se debe exclusivamente al hecho de que “hay muchos artistas”. Añade: “Es como todo lo demás, si hay demasiada oferta esto afecta a los precios. Es el capitalismo”. Su teoría es simple: si no funciona, hay que desaparecer. Alguien habla de darwinismo tanto para el creador como para el galerista. Por su parte, Adriano Picinati di Tocello de Deloitte Luxembourg (vean su trabajo), lo expone claramente desde el principio: “El mercado global del arte está en medio de una transformación significativa que crea nuevas oportunidades”. China, Oriente en general, es un gran mercado. Pero ¿el artista? Se cita este texto: 'The Death of the Artist, and the Birth of the Creative Entrepreneur', publicado en The Atlantic a comienzos de 2015. Llegamos al punto clave. El artista ha de fenecer y de sus cenizas ha de brotar un emprendedor, capaz de combinar las finanzas y las bellas artes. El artista emprendedor, sueño de los hombres de finanzas. El objetivo es “alcanzar a clientes potenciales a una velocidad y una escala que hubiera sido impensable cuando los únicos medios eran el boca a boca, la prensa alternativa y poner letreros en los postes de teléfono”. Escucho: “Ha comenzado la era del cliente”.

Salgo a respirar después de tanto gráfico y tanta empresa y me encuentro con un galerista que conozco desde hace tiempo. Fuma. Le pregunto qué tal la conferencia. Me dice: “El tipo conoce perfectamente el sector”. Como galerista participa en Artesantander. “Y la feria, ¿qué tal?” Da una larga calada y suelta el humo. “Pues una mierda, la verdad. Estoy harto de venir cada año y ver que lo único que les interesa a los políticos de nosotros es adornar Santander y el verano, nada más. Vale que el stand es gratis, pero todo lo demás es ridículo. Una mierda. Esto me sirve para replantear cosas”. Se despide. Mientras monta en el taxi me dice: “No vayas a poner nada de esto que te digo, eh?”. “No te preocupes”, respondo. “Bueno, haz lo quieras”, me dice desde dentro del taxi. Lo borro. Lo vuelvo a escribir. ¿Lo borro?

Me resulta complejo extraer conclusiones para esta crónica. ¿Realmente no he concluido nada? Íñigo de la Serna, el señor alcalde, sí concluye, sin decir nada y vendiendo una vacía e inane idea de cultura que tristemente pagarán los santanderinos sin abrir la boca. El timo cultural para una ciudad desnortada, donde, como dice un buen amigo, “el discurso va por delante del recurso”. Sin embargo, trataré de concluir. Los coleccionistas parecen seres que se mueven en un extraña invisibilidad de la que muchos otros se nutren. Una invisibilidad que reclama, paradójicamente, visibilidad, mención, reconocimiento, que seguramente, en algunos casos, merecen, no diré que no. No obstante, esta trama del arte y de la cultura vive completamente ajena a la sociedad, como si la precariedad laboral en el mundo de la cultura, la desmantelación de lo público, etc., no existiera. Nadie se ha referido a esa precariedad de los trabajadores del arte, la palabra “precariedad”, de hecho, no ha aparecido, en su lugar “invertir” o “negocio” han sido palabras recurrentes. Pero es lógico, desde este lado del arte contemporáneo esa precariedad no es un problema. El problema, según un coleccionista me confiesa es simple: acertar o no acertar con lo que compras. Parecen seres que juegan, que se mantienen en un verdadero laberinto fetichista. Un coleccionista está destinado a ser un personaje trágico y ganador al mismo tiempo.

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