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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Cuerdas vocales

Marcos Díez

Me operaron de la garganta y el médico dijo: no debes pronunciar una sola palabra en los próximos treinta días, es importante para que todo cicatrice bien y no tengas secuelas. Mis padres estaban conmigo en la consulta y le preguntaron al doctor, ya que yo no podía decir nada, que cómo me iba a comunicar. Él puso un pequeño cuaderno y un bolígrafo sobre la mesa. Con esto se podrá arreglar sin problemas, explicó. Nada más salir del hospital noté que mis padres se comportaban conmigo de una manera diferente. Para empezar, me hablaban muy despacio, como si el hecho de no poder hablar hubiera afectado también a mi capacidad de comprensión.  Pero es que además me hablaban en voz muy alta, de la misma manera en la que uno se dirige a una persona que está prácticamente sorda. Incluso intentaron ayudarme a bajar las escaleras.

Quise explicarles, ayudándome del cuaderno, que el hecho de que me hubieran operado de las cuerdas vocales no me convertía ni en tonto ni en sordo ni en un inútil. Mis padres leyeron la nota, que debido a mi mal humor tenía una caligrafía un tanto punzante, y acto seguido dijeron emocionados y muy convencidos: ¡N-O   T -E    P-R-E-O-C-U-P-E-S!   ¡T-E  V-A-M-O-S  A  C-U-I-D-A-R  M-U-Y  B-I-E-N! Aquello me irritó tanto que  los dejé  plantados en la parada de autobús y me alejé caminando muy deprisa mientras mi madre gritaba mi nombre una y otra vez.

Pensé en ir a ver una amiga casi novia que no era, en realidad, ni novia y ni amiga. Era poco habladora y pensé que podría ser una compañera idónea para un momento así. La ciudad era grande, yo era nuevo en la ciudad y estaba un poco desorientado, así que me detuve a escribir en el cuaderno el nombre de la calle en la que vivía. Me acerqué al primer viandante con el papel en la mano y haciendo gestos un tanto exagerados para hacerme entender. Él se asustó, me apartó con un manotazo y siguió su camino. Dos mujeres reaccionaron de la misma manera, una de ellas incluso grito un poco, como si yo fuera un loco peligroso, un tarado, un delincuente o un timador. Al cuarto intento logré que un joven se detuviera. Tras leer el papel dijo: ¡N-O   T-E    E-N-T-I-E-N-DO!  ¿Q-U-É   E-S   L-O   Q-U-E   Q-U-I-E-R-E-S?  ¿T-E  H-A-S  P-E-R-D-I-D-O?  ¿LL-A-M-O  A  L-A  P-O-L-I-C-Í-A?

Desesperado tuve que escribir que solo quería saber cómo llegar a la calle que estaba escrita en el papel. ¡L- O  S -I- E -N -T-O,  N- O   C -O- N- O- Z- C -O   E -S- A   C - A -L- L -E!   ¡ S- U- E- R- T- E!, dijo él muy entusiasta. Hundido, comencé a caminar sin rumbo fijo. En una avenida llena de árboles una chica me preguntó si había una farmacia cerca. Me pareció tan fatigoso escribir en un papel que me habían operado de las cuerdas vocales, que no podía hablar y que desconocía si había una farmacia en las proximidades que, tras mirarla fijamente durante unos segundos, decidí seguir caminando sin decir nada. ¡Gilipollas!,  dejó caer ella.  

Poco después, un peatón despistado comenzó a cruzar la carretera sin darse cuenta de que un vehículo se dirigía hacia él. Quise gritar para advertirle, pero recordé la orden de mi médico y asistí en silencio a su atropello. Tras varias horas vagando por la ciudad llegué accidentalmente a la calle en la que vivía mi amiga casi novia. Entusiasmado, llamé al timbre. ¿Quién es? Dijo ella. Y yo, claro, no pude contestar. ¿Quién es? ¿Diga?, repitió en varias ocasiones mientras yo comenzaba a sollozar calladamente. La puerta permaneció cerrada y no se me ocurrió otra cosa que seguir caminando. Cuando anocheció busqué acomodo en un cajero y me quedé adormecido en posición fetal. Me despertaron dos policías. No llevaba la documentación encima y estaba tan cansado que ni siquiera traté de explicarme. Al cabo de tres días mis padres me localizaron en una celda de la comisaría: ¡H-I-J-O M-Í-O! ¡H-I-J-O M-Í-O! gritaba mi madre.

A medida que fueron pasando los días me fui acostumbrando a no poder hablar y como me irritaba usar el cuaderno acabé renunciando a comunicarme con los otros. Todos me hablaban muy despacio y muy alto. Yo les observaba atentamente, como si fuese tonto de verdad. Y me limitaba a decir sí o no con la cabeza. A veces, si algo me desagradaba mucho, era capaz de emitir un gruñido. Mis amigos y familiares dejaron de venir a verme y mis padres se limitaban a preguntarme si me dolía algo o si tenía hambre o frío.

Cuando pasó el mes dictado por el doctor estaba ya tan acostumbrado a la situación que no sentí ni el más mínimo deseo de hablar de nuevo. Ni siquiera me molesté en explicar por qué. Simplemente fingí que mis cuerdas vocales habían quedado dañadas para siempre. Intentaron obligarme a aprender la lengua de signos pero yo me negué. Mis pensamientos, poco a poco, comenzaron a hacerse cada vez más rudimentarios. El primitivismo con el que me trataban comenzó a reflejarse en otros aspectos de mi vida. Al cabo de medio año ya había renunciado a los cubiertos y comía directamente con las manos. A veces, cuando mis padres no están en casa, intento hablar un rato solo pero ya no sé qué decirme ni siquiera a mí mismo, así que enseguida me quedo callado y siento que mi voz, cada vez más gutural, está a punto de desaparecer del todo.

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