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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Literatura sin libros

Barack Obama y Bob Dylan. |

Javier Fernández Rubio

Cuando Odiseo, en su eterno retorno a casa, recala en las costas de los feacios, es recibido por la bella Nausícaa, hija del rey Alcínoo. En aquellos tiempos del 700 antes de nuestra era, a los huéspedes (de alcurnia) se les agasajaba. A Odiseo se le baña, se le atusa el cabello con olorosos aceites, se le viste, se le regala un cofre con ricos presentes y se pone a su disposición la nave más veloz para la vuelta a Ítaca. 

Alcínoo no era nuestro ministro de Interior, en cuanto a la recepción de huéspedes se refiere, queda claro, pero traigo a colación este caso porque en el ágape de bienvenida, aquellos brutos griegos tenían entre los espectáculos de máximo deleite el recitado de poesía por un aedo. Odiseo, en el puesto de honor del banquete, es testigo de cómo el aedo es convocado y traído a palacio con su lira, cual si se tratara de una celebrity. Con su propia mano, Odiseo corta un grueso pedazo de carne de su servicio y, mediante un heraldo, se lo ofrece al aedo, que no se había visto en otra igual y se dispone con gran contento a darle calor a las cuerdas. 

El recitado del vate hace llorar al astuto Odiseo porque narra precisamente sus propias hazañas a las puertas de Ilión, de Troya. Él todavía no ha revelado su identidad, pero cuando lo hace, la Odisea entra en un tobogán de lirismo y aventuras: “Soy Odiseo, el hijo de Laertes...”; y ahí empieza todo, ahí empieza la literatura.

Si hoy Odiseo retornase a Ítaca, quien le cantaría sería Bob Dylan, pero el filete se lo tiraría a la cara a Odiseo y de nuevo se armaría la de Troya. Con Bob Dylan se cierra la literatura.

A Bob Dylan acaban de darle el Nobel, como quien le regala una nevera a un esquimal. Ahora el cantante es un poco más rico y la Academia sueca tiene lo que buscaba: ruido mediático. Mucho se ha hablado estos días sobre la pertinencia de darle un premio de literatura a un músico y muchos se ha congratulado por ello: es provocador (!), hace justicia a la tradición oral (!!) y premia a un hombre cuya genealogía artística se remonta hasta Homero (!!!). Bravo. Va a ser el único Premio Nobel que se traduzca en ventas de discos, que es de lo que se trata.

Líbreme dios de anatemizar a nadie. Sinceramente, esto me importa un bledo. 

Lo que ha hecho el Premio Nobel es sacralizar la literatura sin libros. Le ha dado carta de naturaleza a lo ágrafo. Como esta es una batalla perdida, ya que el gran público lo ha asumido con naturalidad y complacencia hace tiempo, veremos ahora sacralizada la literatura con videocreadores, la literatura con cocineros y la literatura con futbolistas. La literatura de verdad, la lectura, que es de lo que hablamos, es algo 'demodé'. Y no vean en esto elitismo, lo elitista es presumir de lo que no se tiene. Dense ustedes una vuelta por cualquiera de nuestras bibliotecas municipales y verán que los libros más recientes tienen dos décadas a sus espaldas. Son ancianos al nacer.

El Premio Nobel a Bob Dylan es una gota en el mar de una sociedad que cada vez más se aparta de la lectura.

La literatura sin lectura es como el montañismo en el salón de casa, el arroz con pollo sin arroz y sin pollo, el Premio Nobel sin escritores. Nos harán creer que todo esto es posible, incluso que es superior al penoso estado del paradigma del esfuerzo en el que todos aprendimos a leer y a descubrir, pero detrás no se esconde más que la desactivación política de la sociedad y el negocio económico de las plataformas tecnológicas y los fabricantes de 'gadgets'.

Tranquilos. No volverán las aduanas de libros, como ocurría en aquellos países de catolicismo testosterónico y reprimido, un catolicismo que no sabía combatir la Ilustración o el protestantismo más que con misas, tabernáculos barrocos, impuestos a las imprentas y la policía del libro; y ya no volverán porque ya no hace falta el garrote.

En aquel entonces, qué mejor policía del intelecto que la Inquisición, institución que fue restaurada por los Borbones, la actual familia reinante, tras la Guerra de la Independencia. Cabe recordar que en España todo libro que llevara en su título la palabra 'libertad' estaba prohibido. Y ser prohibido en aquel tiempo no era ningún juego. Leer, poseer libros, era algo sospechoso. No es una casualidad que, junto a los malos gobiernos, las guerras y la miseria, la incultura se sumara al carro de la desolación para postergar el desarrollo del país durante el siglo XIX, un período en el que España retrocedió en el túnel del tiempo para abandonarlo momentáneamente en las primeras décadas del siglo XX, y volverse a sumergir en la oscuridad en 1936. Hasta hoy.

En este ahora, ya no es necesaria una policía inquisitorial. Con la televisión tenemos más que suficiente. Nos bastamos a nosotros mismos para erradicar de nuestras vidas todo aquello que pueda conducirnos a una mayor conciencia crítica y no nos olvidemos que el libro es el principal instrumento de conocimiento desde que se popularizó hace más de quinientos años. Como los madrileños que dieron la bienvenida a Fernando VII, nos ponemos nosotros mismos los yugos de su carroza por la cabeza y la llevamos arrastrando a palacio al grito de '¡Viva las caenas!'. No hace falta policía. La molicie basta. La molicie y la estulticia.

Cuando todo está dispuesto para competir con el libro, cuando al ciudadano se le asalta para que no caiga en esa tentación y sucumba a la mermelada de satisfacción inmediata de videojuegos ultraviolentos, telediarios descerebrados y redes sociales vacuas, cuando llamamos lectura a leer whatsapps, el libro se erige como un instrumento de protesta. El libro es un elemento de desconcierto para el poder de primera magnitud. Nada hay más revolucionario que leer, nada más provocador. Nada más sospechoso que un chaval en la calle con un libro bajo el brazo.

Me he reído bastante con el sarao de los suecos, que cada vez se parecen más a nosotros. Las justificaciones de la secretaria de la Academia son de lo más delirante que he leído en mucho tiempo. Dylan el aedo, Dylan homérico, Dylan el vate. Pero también Dylan el cretino, habría que añadir, que ni se molesta en coger el teléfono cuando se le quiere comunicar el premio (les está bien), el mismo Dylan 'radical' que acude al Vaticano cual aedo con sombrero tejano para dar un concierto en presencia del papa y recibir un grueso filete.

Puestos a elegir a un Dylan, yo me quedo con otro: el Dylan Thomas alcohólico como dios manda, desesperado galés, muerto prematuro y lúcido genialoide. Este sí que había leído a Homero y a Joyce y a Blake, cosa que dudo que haya hecho Bob, nuestro nuevo ídolo, en su longeva vida.

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