Sucedió lo siguiente: una mujer de unos ochenta años entró en la sucursal bancaria, quería sacar dinero en metálico para sus gastos mensuales. Yo esperaba sentado para hacer unas gestiones. La oficina acababa de ser remodelada e informaron a la mujer de que el dinero ya sólo lo podría obtener a través del cajero automático. Le dijeron que tenía que tener una tarjeta de crédito o de débito y que a partir de ahora no habría otra alternativa. La señora nunca había usado un cajero y no sabía hacerlo, tampoco quería una tarjeta. “Sólo quiero que alguien me dé mi dinero”. El trabajador de la oficina, muy amable, le trasladó que eso no era posible. “El cajero es mejor que la ventanilla, sólo tiene que aprender a usarlo, podrá sacar su dinero cómodamente en cualquier momento”. Y la acompañó al cajero y él mismo tuvo que meter su cartilla en el aparato pero la mujer no sabía cuál era su número PIN porque “yo siempre saco el dinero con mi cartilla y mi DNI y a mí fulanito, ¿dónde está fulanito?, me conoce y si olvido el DNI también me da el dinero”. El hombre, apurado, entró en la oficina, consiguió un nuevo número PIN y realizó la operación mientras la anciana observaba todo aquello como el que ve despegar una nave espacial.
Todo esto ocurrió hace unos días. Hablo de ello porque mientras contemplaba aquella escena entendí que la tecnología no es una elección sino una imposición. No quiero decir con esto que la tecnología sea mala (que muchas veces será muy buena, a mí en general me lo parece, y otras no), digo que no se permite elegir. Parece que la tecnología se nos ofrece y que nosotros abrazamos sus bondades pero la realidad es que se nos empuja a asimilarla nos guste o no. Si no incorporas las nuevas tecnologías a tu vida eres expulsado de la sociedad. Si el niño no tiene whatsapp se quedará aislado ante una mayoría que sí lo tiene; mucho más aislado, por ejemplo, que si decidiera no tener una lavadora y limpiar la ropa en la bañera. Hoy es casi impensable que una persona joven en edad de trabajar no tenga un teléfono móvil inteligente, un correo electrónico y conexión a Internet en el hogar. Internet ha pasado a ser un gasto fijo más, como el agua, el gas o la luz. No digo que Internet no sea bueno, digo que vamos camino de no poder elegir si queremos tener o no Internet en casa o en el móvil porque en unos años será algo imprescindible para poder pagar recibos, sacar dinero, tener un trabajo, sacar cita para ir al médico, identificarnos o comunicarnos con los amigos o la familia. Simplemente no podremos elegir y los que lo hagan serán unos marginados.
Volvamos a la sucursal bancaria. El hombre terminó la operación y le entregó el dinero a la mujer que lo contó antes de meter los billetes en el bolso. La anciana, entre malhumorada y triste, preguntó: “¿Me ayudará el mes que viene, verdad?, es que yo nunca aprenderé a hacerlo y a lo mejor me roban”. El trabajador de la oficina, en tono cariñoso, le respondió: “No se preocupe, aprenderá”. Y la mujer, mirándole fijamente, dijo: “¿Y si aprendo y me da el dinero la máquina esta, qué va a hacer usted?”.
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