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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

La clase

Marcos Díez

El más joven tendría unos sesenta y cinco años, los mayores pasaban de los ochenta. Lorena Sánchez, que podría ser hija de unos y nieta de otros, les daba todos los años clase de escritura creativa en el centro cívico de la localidad, un lugar a medio camino entre un pueblo a punto de dejar de serlo y una ciudad que todavía no ha llegado a ser. Capital de comarca, decían un poco presuntuosamente en la prensa local. Nunca es tarde para hacer algo por primera vez, explicaba Lorena a sus estudiantes. Pero lo decía sin mucho convencimiento, como si no tuviera derecho a decirles algo así. La mayor parte no habían pasado de una educación básica en la escuela y estaban jubilados tras décadas de trabajo en oficios diversos: había un carpintero, varias amas de casa, un electricista, una pescadera y un antiguo funcionario del ayuntamiento que iba siempre con corbata.

Este nuevo curso se habían incorporado a la clase Mauricio y Jimena, un matrimonio que no se separaba nunca, como si la proximidad del otro les protegiera de algo desconocido. Al parecer, acababan de abandonar, un poco a regañadientes y aconsejados por sus hijos, su vieja ganadería en un valle cercano para mudarse a un pequeño piso con ascensor junto al consultorio médico. Mauricio y Jimena, también a regañadientes, habían aceptado participar en las actividades para la tercera edad. Los lunes hacían ejercicios cognitivos para mantener en forma el cerebro, los martes escuchaban conferencias, los miércoles asistían al curso de escritura creativa y los jueves practicaban un poco de gimnasia. Llegaban siempre puntuales a las clases pero casi nunca hablaban. Al hombre le temblaban un poco las manos, que eran muy grandes, y tenía los ojos permanentemente húmedos, como si estuviera a punto de llorar. Ella era muy delgada y muy seria y las pocas veces que tomaba la palabra parecía como si lo que dijera fuera en nombre de los dos porque él se limitaba a asentir apoyando con ese gesto todo lo que su mujer decía.

Lorena, tras explicar algunos conceptos básicos sobre la creación literaria, puso como ejercicio que escribieran un poema de tema libre para la siguiente clase. Mauricio y Jimena se miraron con preocupación e, instintivamente, se cogieron de la mano. ¿Lo tenemos que escribir nosotros?, preguntó la mujer. Claro, dijo la profesora sonriendo, o al menos tenéis que intentarlo. Y nada más decirlo se sintió incómoda, como si hubiese depositado sobre esos dos ancianos una enorme responsabilidad. Una semana más tarde los alumnos llevaron al aula los poemas que habían escrito. Muchos estaban ansiosos. El carpintero, muy orgulloso, recitó una breve oda a su pueblo: Vivo en Carandía, / que es un pueblo sin igual, / tiene monte, tiene río y carretera general. Todos aplaudieron. La pescadera se puso de pie y, tras colocarse las gafas, declamó en voz muy alta: Toda una vida vendiendo pescado, / tengo dos hijos muy sanos / y en mi pasado cometí algún que otro pecado. Las carcajadas inundaron el aula. El electricista rimó electricidad con felicidad y energía con alegría. Todos llevaban los poemas escritos a mano, con caligrafías torpes e irregulares, menos el antiguo funcionario que era el único que tenía en su casa un ordenador con impresora. El funcionario ganaba todos los años el concurso de poesía de la tercera edad, tenía bachiller, había trabajado de administrativo y recitaba con cierta suficiencia, sabedor de que no había nadie que pudiera ensombrecer su talento: Lo que muere del hombre / vivió más que lo eterno. / Se murió la esperanza / y siguieron viviendo. / Solo los perros mueren / al morirse su dueño. Lorena ensalzó su poema y lo puso como ejemplo. Todos reconocieron la sabiduría y el buen hacer del funcionario, que se sentó muy satisfecho mientras era felicitado. Cuando llegó su turno Mauricio sacó del bolsillo de su chaqueta un papel cuidadosamente doblado que entregó tembloroso a Jimena. Ella se levantó y miró a su marido. Él, con los ojos húmedos, asintió y ella comenzó a leer: Todo pasa y todo queda, / pero lo nuestro es pasar, / pasar haciendo caminos, / caminos sobre el mar. / Nunca perseguí la gloria, / ni dejar en la memoria / de los hombres mi canción; / yo amo los mundos sutiles, / ingrávidos y gentiles, / como pompas de jabón.

Tras acabar de leer se hizo un gran silencio. Lorena no sabía muy bien qué hacer o qué decir. La clase se quedó en silencio hasta que el funcionario, muy enfadado, dijo: ¡Ese poema es de don Antonio Machado, todo el mundo lo conoce, al menos podríais haber buscado un poema que no conociera nadie! El carpintero y la pescadera comenzaron a cuchichear. El electricista no dejaba de reírse. El funcionario, envalentonado, repetía: ¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza! Otros alumnos comenzaron a reprobar su actitud en voz baja. Lorena quiso intermediar pero al final permaneció callada. Las lágrimas de Mauricio, hasta ahora acechantes en sus ojos, comenzaron a deslizarse por sus mejillas. El hombre se levantó y muy despacio se acercó hasta el centro del aula donde permanecía su mujer con la cabeza baja. Él le levantó ligeramente la barbilla, la beso delicadamente en los labios y le cogió de la mano. Y así, cogidos de la mano, salieron de la clase para nunca más volver.

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