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Si no puedes con la apariencia, únete a ella

Pablo García de Vicuña

Hace unos días apareció en prensa un artículo que, bajo el título de La era de la cultura de la apariencia [1], señalaba el engaño social en que vivimos la ciudadanía del siglo XXI. El autor se apoyaba en la literatura y en la filosofía de ahora y de siempre para contraponerlas al mundo de artificialidad en el que hemos decidido vivir hoy en día: la PlayStation, la nube tecnológica, el hipertexto o los reality shows son ejemplos que demuestran dónde están nuestras apetencias presentes. En su opinión, tanta dedicación -en tiempo y esfuerzo- especialmente entre la juventud, impide comprender la complejidad del mundo real, nubla la capacidad crítica y adormece la inteligencia humana.

No es un fenómeno nuevo –también el fútbol y la televisión, espectáculos de masas del pasado siglo, tuvieron y tienen la misma misión de narcotizar conciencias- pero es ahora cuando la sumisión al mundo de la imagen ha adquirido espacios preocupantes, en cuanto que dificultan el desarrollo integral del ser humano.

Cultura de la apariencia… La RAE establece sólo en tercer lugar una acepción negativa al término apariencia, pero es, seguramente, el significado más comúnmente extendido. Podemos usarlo para expresar el aspecto exterior de alguien o algo (aparenta menos edad ese señor), incluso para señalar verosimilitud o probabilidad (tiene toda la apariencia de ser un éxito). Sin embargo, lo relacionamos más con algo que no es real, aunque lo parezca. Es decir, lo relacionamos con el engaño, con la facultad de crear una imagen, una sensación de realidad que no llega a serlo. De hecho, los diccionarios cuando añaden frases coloquiales para reforzar el significado del término a definir, al referirse a la apariencia, ahondan en ejemplos negativos: cubrir, guardar o salvar las apariencias nos lleva a encubrir la realidad, presentándola de forma más agradable, más interesada, pero no verdadera. Da la impresión de que nos inclinamos por el cartón piedra del paisaje cinematográfico en vez de desear contemplar el Death Valley californiano.

¿Es una buena definición de nuestra sociedad actual, por tanto, hablar de cultura de la apariencia? Para algunos políticos como Rajoy, sin duda. Así se explicaría el rapapolvos que nos echó, recién llegado al gobierno en 2012, explicándonos que habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades, en la apariencia de lo que ni éramos ni teníamos. Por eso nos correspondía sufrir las consecuencias de desatino tan aparente. De ahí las medidas antipopulares, pero aparentemente necesarias, que debía imponernos para remediar el desaguisado de nuestro empeño.

También es de la misma opinión –lo que me da mayor credibilidad a la idea, por el respeto intelectual que merece- Ángel Pérez Gómez [2]. El catedrático de Didáctica y Organización Escolar de la Universidad de Málaga considera que la primacía de la cultura de la apariencia es uno de los valores activos en los procesos de socialización de esta época posmoderna, como lo son el imperio de lo efímero o la mitificación del placer, entre otros. “Las exigencias del mercado en la vida cotidiana y en particular por medio de la publicidad audiovisual confunden cada vez más profundamente el ser y el parecer”. Para el profesor la ética se convierte cada vez más en estética, al servicio de la persuasión y seducción del consumidor y, por supuesto, en este esquema el contenido (las ideas, los argumentos, los discursos) desaparece de la escena. “Cuando la exaltación de las formas, de las apariencias (…) se produce a costa de los significados (…)la cultura de la apariencia se convierte en un poderoso eje de la cultura social que arraiga con fuerza en la juventud por la cultura de los estímulos que utiliza(…)”.

Y es que, siguiendo el argumento del profesor Pérez Gómez, fomentar la apariencia nos conduce al espectáculo, a medir la vida en clave de señuelo, de teatro en el que las personas juegan a interpretar el papel de actores y actrices. Todo es susceptible de interpretarse, la información, la política, la educación, las relaciones personales, si lo tratamos desde una perspectiva banal, sin profundizar. El efecto final es que la banalización se extiende como una epidemia contaminante que lo inunda todo. Ya nos advertía Saramago: “No quiero ser apocalíptico, pero el espectáculo ha tomado el lugar de la cultura. El mundo está convertido en un enorme espectáculo, en un enorme show”.

Parece, por tanto, que apariencia y banalidad, siendo dos rasgos de nuestro tiempo tecnológico y virtual, poco contribuyen a la construcción de un mundo más humano, real y equitativo. Tampoco ayudan a la educación. Dicho de otro modo, si nuestros esfuerzos educativos tan solo insisten en construir personalidades aparentes y/o banales estaremos fracasando totalmente. Si fomentamos imágenes solidarias, pero volvemos la espalda a la cruda realidad de la brecha económica; si defendemos acciones de paz, pero consentimos con el fanatismo religioso o la violencia política; si combatimos el consumo insaciable, pero formamos en el gusto mercantilista; si trabajamos a favor de las decisiones democráticas, pero apoyamos personajes carismáticos por su populismo y graciosa verborrea, estaremos formando sólo en la apariencia generaciones de seres más felices y humanos.

No es una tarea fácil, porque la realidad nos enseña que tratar de disminuir el poder de la apariencia es combatir contra nosotros/as mismos/as, intentar erradicar en cuanto perjudiciales nuestros propios ticts aparentes y banales, si queremos ser buenos ejemplos para otras generaciones. Fallaremos, pero deberemos seguir intentándolo. Ahí está la influencia de la educación.

La educación –afirma Victoria Camps- siempre ha tenido que actuar contracorriente, contra una corriente dominante siempre propicia a corromper y desviar definitivamente la condición humana. “Es absurdo –y sobre todo cómodo- demonizar el mercado, la publicidad, la televisión, Internet o los videojuegos y dejar de actuar (…) No avanzaremos en absoluto si nos alineamos de lado de los apocalípticos o de los integrados, de los complacientes con la realidad o de los que desconfían radicalmente de cualquier innovación. Analizar los peligros no implica cargarse el invento, sino vislumbrar la manera de sacarle el mayor rendimiento posible” [3]. Ya se sabe, actuar como el refrán: “Si no puedes con el enemigo, únete a él”. Que así sea.

[1] Madianes, Manuel. El Mundo, 25-10-16

[2] La cultura escolar en la sociedad neoliberal. Morata, 2004

[3] Creer en la educación. La asignatura pendiente. Península, 2008

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