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En primera línea de “una gymkana mortal”

Un grupo de refugiados afganos acampados en el puerto de Mitilini, en Lesvos / Foto: Daniel Burgui

Garikoitz Montañés

“Espero que la próxima vez nos veamos en el Camp Nou”. Daniel Burgui (Pamplona, 1985) rememora con esta frase cómo un grupo de jóvenes refugiados de alrededor de 19 años, seguidores del FC Barcelona, le avisaron hace poco, por WhatsApp, de que habían llegado a Dortmund (Alemania). Era un momento clave de un periplo que les había llevado a viajar de Damasco (Siria) a Mauritania, a hacer escala en Túnez y llegar a Estambul (Turquía). Para este fotoperiodista navarro, esta es una de las miles de historias que representan la crisis de refugiados; porque este éxodo, a veces a pie, en barco, a través de las vías del tren, entre fronteras y sin visados, obliga a quienes lo afrontan a protagonizar “una gymkana mortal” para dejar atrás los conflictos, en este caso el sirio, y buscar una oportunidad.

Burgui se refiere, de esta forma, a la falta de soluciones ante esta situación, a la burocracia que dilata a las solicitudes de asilo, a la ausencia de corredores humanitarios, al cierre de fronteras que aboca a las personas refugiadas a afrontar viajes casi imposibles. Y a abonar entre 1.200 y 1.500 euros a las mafias por un “viaje clandestino” en una Zodiac de entre seis y doce metros de longitud, con capacidad para unas veinte personas pero con un pasaje que puede duplicar o triplicar esa cifra. Y sin nadie al mando. Solo con una persona encargada del motor, ese que después es de lo poco que salva de los botes neumáticos al llegar desde Turquía a las islas del Egeo. Ese viaje cubre una distancia de entre 6 y 15 kilómetros en malas condiciones, pero con la promesa de llegar a otro punto; y, de ahí, a otro. Las costas griegas se llenan, así, de chalecos salvavidas, y de personas que, a pesar de disponer de dinero, no pueden reservar una habitación en un hotel o pagar un taxi para, por ejemplo, llegar hasta Mitilini, en Lesvos, porque la persona que conduce el vehículo se expone a una multa de unos 3.000 euros y a una posible pérdida de su licencia.

Esta es una aproximación al panorama que Burgui se ha encontrado en un viaje de unos diez días, desde mediados de septiembre hasta el pasado día 26, por zonas de Grecia, Turquía o la frontera con la Antigua República Yugoslava de Macedonia, donde ha evaluado junto a un pequeño equipo de Acción Contra el Hambre (cuatro personas) cómo es esa atención en “primera línea” a las personas refugiadas. Y asegura que, a pesar del “embotellamiento” de las playas, le ha sorprendido la “tremenda generosidad” de la ciudadanía griega, que le reconocía que ayudaba en lo que podía, que “nunca tuvo una mala palabra”, pero que también se sentía saturada por una situación que exige que Europa responda y se plantee nuevas soluciones.

Esta es una de las razones por las que Acción Contra el Hambre, junto al espacio de análisis Redo y Oxfam Intermón han organizado en Pamplona el ciclo Europa y Siria: crisis y desafíos, que este 5 de octubre ha seguido adelante en Civican con la charla de Burgui y la proyección del documental El juego del escondite. “Creo que no somos conscientes de las gravedad de la situación. Vivimos escenas que me recuerdan a esas imágenes en blanco y negro de la Segunda Guerra Mundial”, apunta.

No son “marcianos”

Y, en este sentido, marca en rojo que casi 60 millones de personas, según el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), tuvieron que abandonar en 2014 sus hogares de forma forzosa para convertirse en desplazadas internas o refugiadas, a causa de guerras, conflictos o persecuciones. En el caso de estas personas sirias, describe Burgui, se trata a menudo de clases medias que viajan cargadas apenas con una mochila del colegio, que trabajaban o iban a la universidad, y que no pensaron que afrontarían “el viaje de sus vidas”. No son, por tanto, esos “marcianos” que pueden parecer cuando se habla de los cupos de refugiados, unas cifras que tienden a despersonalizar, lamenta, esta situación.

Burgui, quien ya en 2012 cubrió el éxodo de refugiados tras la Primavera Árabe a través del Mediterráneo, insiste en que no se trata de una situación nueva, sino de un fenómeno que se había dejado aparcado hasta que ha explotado y que responder es “una responsabilidad de todos”, y no solo de los estados periféricos. Recuerda que, también según Acnur, desde noviembre de 1988 hasta la actualidad más de 20.000 personas han perdido la vida en las aguas del Mediterráneo, y subraya esas “estimaciones macabras” que señalan que “por cada cuerpo recuperado, hay otros seis que no se han podido recuperar”. El fotoperiodista insiste en la cifra para recordar que las personas refugiadas afrontan un viaje con un destino sin escribir y que lo seguirán haciendo a pesar de que ahora, con la llegada de octubre, lo harán aún en peores condiciones. “No hay una vía segura”, afirma. A no ser que se cree una.

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