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Cuidado (intensivo) con la sal

Cuidado (intensivo) con la sal

EFE

Madrid —

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¿Quién no recuerda aquellas películas que llamábamos “de romanos” aunque tratasen temas bíblicos, entonces llamados “de historia sagrada”? En ellas, los tiranos que gobernaban solían condenar a sus rivales, que acababan siendo los “buenos”, a extinguir su vida trabajando en las minas.

Eran minas de oro, de plata o de sal, mineral valiosísimo que llevó a la muerte a cientos de miles de hombres esclavizados por otros hombres con más fuerza o más suerte. La sal. Cuando yo estudiaba, CINa, o sea, cloruro sódico; ahora, NaCI, lo que, interpretado a la manera de Obélix debe de significar “sódico cloruro”.

Bien, el hecho es que la búsqueda y obtención de sal ha desencadenado auténticas tragedias. Como el cultivo y elaboración del azúcar de caña: puede que para los indígenas americanos el padre Las Casas sea candidato a la beatificación, pero no sería malo preguntárselo a los millones de africanos arrancados de sus pueblos para cultivar la caña en las Indias Occidentales.

Todo ello para que, en cuanto uno tiene un problema de salud e ingresa en un hospital se encuentra, en su hoja de dieta, con las amenazadoras siglas “SS”, que no tienen nada que ver con las de las tropas nazis de asalto, sino con la prohibición de ingesta de sódico clorato.

Mi mala cabeza -más bien mi mala cadera- me ha traído a un excelente hospital. Costó. Fue una odisea burocrática. Una caída aparentemente sin importancia, en casa, pero suficiente para romperme la cadera. Llamada a ambulancia. Ambulanciero que se empeña en llevarme al hospital que él quiere, no al que quiero yo.

Ingreso, trámites, traslados a camas y camillas (ni se imaginan la tortura que pueden suponer con una cadera rota) y, cerca de dos días más tarde, traslado al hospital que yo quería. A la camilla. A la ambulancia. Todo en orden? No: la ambulancia no arranca. Viene otra. Nuevo cambio de camilla. Yo, que voy dentro, no veo nada segura la puerta y empiezo a pensar si saldré despedido con camilla y todo, al estilo de las películas de Chaplin.

En fin. Tanto sufrimiento, más una operación modélica, y ya estoy en UVI. Me traen la comida: “SS” ¿Para esto he sufrido tanto?

No voy a discutir con los dietólogos. Su postura y la del gastrónomo están, lo sabemos, enfrentadas. Hemos discutido con frecuencia, y lo que nos queda por discutir. Por cierto: estas discusiones suelen terminar en torno a una mesa más acorde con los principios de Apicio que con los de Esculapio, pero vamos a dejarlo así.

Estoy seguro de que los dietistas del hospital aplican escrupulosamente las normas. Yo las acepto, pero ejerzo mi derecho al pataleo, mi conocimiento suficiente de la lengua (mi herramienta de trabajo) que me enseña que los verbos “restringir” y “suprimir” no son sinónimos, como no lo son “reducir” y “eliminar”.

Comamos con poca sal, de acuerdo; pero, hombre, aunque la recuperación de la implantación de una prótesis total de cadera no sea tan automática como podrían indicarlo las reales caderas, no es demasiado complicada, así que me fastidia unir a las molestias físicas (cada vez menores) y la incomodidad de hacer las cosas “a la romana” (tumbado, no sentado) el martirio de la sosería gustativa.

Porque para sustituir el azúcar hay trucos. Muchos. La sal es otra cosa. Ya, me dirán que use especias, hierbas... Por supuesto, y como además me están cuidando estupendamente, sé que un hospital no es un restaurante, y no se puede individualizar cada menú. Pero siempre me quejaré de la comida sosa; en cambio, si está demasiado salada, no me quejo: directamente, no la como.

Ciertamente, no esperaba salir incólume de todo esto. Pero casi todo esto es soportable, o te lo hace más soportable el personal del centro (Quirón, con nombre de centauro que hoy algún cretino llamaría “coach” de Aquiles) que se esmera en hacerte sentir bien. Pero a la hora de comer, sin sal, tumbado, pero no en un triclinio, sino en un mueble muy bien pensado para cualquier cosa menos para comer (o para escribir), se las trae.

Menos mal que, dentro de las limitaciones dietéticas, no se suma el que ya sería escarnio de ofrecerme una ensalada. Ahí, señores dietistas, no llego. Ni como gastrónomo ni como profesional del idioma: una ensalada, por definición, lleva sal. Y más cosas, claro: pero la sal la lleva en su propio nombre, y debe notarse, también, en el sabor. Que sólo se trata de endulzar (o salar un poquito) la vida, para que, como decía Mary Poppins, las medicinas pasen mejor.

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