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“Decimos que somos hermanos, pero somos enemigos”

"Decimos que somos hermanos, pero somos enemigos"

EFE

Naivasha (Kenia) —

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El Valle del Rift enmudeció hace siete años. En enero de 2008, las denuncias de fraude electoral desencadenaron una ola de violencia étnica en Kenia que costó la vida a 1.200 personas, y que fue especialmente trágica en esta provincia y sus principales ciudades, Nakuru y Naivasha.

Allí, sus habitantes suelen decir que son kenianos, pero, en conversaciones privadas, cuando se establece una mínima confianza, admiten que solo se trata de una etiqueta oficial. Ellos son kikuyu, lúo, luhya o kalengi, tribus que rara vez se mezclan.

“Decimos que somos hermanos, pero no lo somos en realidad. Cuando ponemos las cartas sobre la mesa, somos enemigos”, admite a Efe Peter Owino Ongonu, un lúo que trabaja en uno de los invernaderos que jalonan la orilla del lago.

El verano ecuatorial avanza en el lago Naivahsa. Percas y tilapias llenan las redes de los pescadores, las rosas estallan en los invernaderos antes de morir en las manos de algún enamorado, las personas trabajan y viven en silencio.

Junto a la lonja del asentamiento de Kamere, Peter susurra sus recuerdos mientras se palpa el pecho: “Perdimos todas nuestras cosas, a familiares, amigos...Todavía tengo mucho dentro”.

Los “mungiki”, secta ilegal de la etnia kikuyu, llegaron a Naivasha en pleno verano ecuatorial para vengarse de los simpatizantes de Raila Odinga (lúo), que se había proclamado vencedor en diciembre de 2007 y acusado al presidente electo, Mwai Kibaki (kikuyu), de fraude electoral.

Blandiendo machetes, mataron a al menos 48 personas y mutilaron a centenares, la mayoría lúo.

“Abrieron a mujeres embarazadas, mataron a sus bebés”, explica Peter. También circuncidaron a muchos hombres lúo “en plena calle, con botellas rotas”.

Aquella violencia, que causó 1.200 muertes y 600.000 desplazados de las principales tribus, fue organizada desde altas instancias del poder, según la Fiscalía de la Corte Penal Internacional (CPI), que vinculó al actual presidente de Kenia y entonces viceprimer ministro, Uhuru Kenyatta, con estos crímenes de lesa humanidad.

Pero la falta de pruebas para procesar al mandatario -muchos testigos han muerto o desaparecido- obligó archivar el caso el pasado diciembre.

Los lúo de Naivasha se sienten ahora doblemente damnificados ya que, a la pérdida de vidas, se unen las dificultades de vivir en una ciudad donde los mejores empleos se reservan a los kikuyu, han sido desplazados a barriadas aisladas y no pueden pagar la escuela a sus hijos.

Además, muy pocos han recibido la compensación aprobada por el Gobierno para los desplazados por la violencia postelectoral y, cuando les ha llegado, ha sido muy inferior a la de los kikuyu (400.000 chelines, unos 3.900 euros).

“El Gobierno debe velar para que podamos vivir en paz”, reclama Onege Raphael John, presidente de una fundación creada para canalizar demandas de los lúo, entre ellas la de reconocer que son 431 desplazados en Naivasha, el doble de lo admitido por la CPI.

A 50 kilómetros de allí, un anciano pasa la tarde a la sombra de un ultramarinos polvoriento frente la autopista de Naivasha, adormecido por un tráfico ensordecedor.

Joseph Kiny'Anjui Njoroge, de 76 años, llegó en 2008 a este campo de desplazados internos huyendo de Nakuru, donde la violencia se cebó con los kikuyu.

El Gobierno niega que existan estos campos. Asegura que todos fueron cerrados en 2013.

Aunque pertenece a la misma etnia que el presidente de Kenia, está enfadado con el Gobierno porque todavía no le han indemnizado como desplazado, mientras que la mayoría en su campo ya ha cobrado.

Minutos después de empezar a hablar con Efe, un hombre se acerca a decirle algo en lengua kikuyu; el abuelo interrumpe su relato y pregunta: “¿Venís de la CPI?”.

“El caso de la CPI se ha politizado mucho” en Kenia, donde muchos acusan a este tribunal “occidental” de interferir en la soberanía del país y aplauden la retirada de cargos contra Kenyatta, explica Edigah Kavulavu, de la Coalición Internacional de Juristas (ICJ).

Ante las dificultades de que se reabra el caso, “es importante que Kenyatta diga cómo y cuándo recibirán justicia las víctimas”, dice su representante ante La Haya, Fergal Gaynor.

“Es una tragedia que quienes participaron en los crímenes sigan viviendo en una impunidad total”, declara Gaynor a Efe.

“Las historias de las víctimas no se contarán si Kenyatta no es juzgado”, añade Kavulavu.

Una de esas historias es la del anciano que no quiso ser entrevistado. Un responsable de los campos de desplazados le había prometido que pronto cobraría los 400.000 chelines si no hablaba con “blancos”. Y prefirió ahogar sus palabras en la autopista, el único estruendo que rompe el silencio en el Valle del Rift.

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