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Esperanza Aguirre presenta su dimisión por el caso de Ignacio González

Esperanza Aguirre, escoltada por los concejales Iñigo Henríquez de Luna y José Luis Martínez-Almeida, minutos antes de presentar su dimisión

Andrés Gil

Esperanza Aguirre lo deja. No ha podido más. El encarcelamiento de Ignacio González por el saqueo del Canal de Isabel II ha sido demasiado para Aguirre: su delfín, la persona en quien más confió en política, quien creció a su lado está inmerso en una operación corrupta a gran escala: “Le pedí explicaciones [a González] y ahora me siento engañada y traicionada. No vigilé más”.

Aguirre presenta su dimisión –la tercera en los últimos años– que supone que deja la portavocía del grupo del PP en el Ayuntamiento de Madrid y también el acta de concejala.

Los medios de comunicación habían sido convocados a las 17.00 en el Ayuntamiento para el anuncio de la decisión, en una comparecencia en la que ha leído una declaración sin preguntas.

“Cuando fui presidenta de la Comunidad hasta septiembre de 2012”, ha proseguido Aguirre, “lo nombré vicepresidente. Algunos medios lo señalaron en asuntos que podían ser calificados como incorrectos [como el ático de Estepona]. Le pedí explicaciones y ahora me siento engañada y traicionada. No vigilé más”.

“Este auto del juez demuestra que no vigilé lo que debía, y por eso dimito como concejal y portavoz del grupo municipal popular”, ha zanjado.

Aguirre quería aguantar, quería prolongar su herencia y su legado, ser recordada por su gestión política más que por las sombras de corrupción cada vez más alargadas. Pero cada día se veía más sola y cansada, con palabras de aliento cada vez pronunciadas por menos personas, con mensajes de frialdad desde Génova.

Aguirre se sentía parte de ese hilo azul que conecta con las sociedades de amigos del país de la Ilustración y los liberales del siglo XIX, portadora de esas esencias liberales en una España en la que la arquitectura institucional y política de 1978 se tambalea. Y quería trascender, aparecer en los libros de historia el día de mañana, y aparecer bien parada.

Así se ve la expresidenta madrileña: como quien modernizó la comunidad autónoma, quien introdujo el bilingüismo en el sistema educativo; bajó los impuestos como nadie –al calor de la burbuja inmobiliaria–; construyó más kilómetros de Metro que todos sus predecesores juntos; golpeó como nadie a los sindicatos y cambió por completo el sistema sanitario público a través de las privatizaciones.

Pero ha habido más, claro.

La historia política de Aguirre como presidenta regional no se entiende sin quien le ha acompañado, mano a mano, en esta última década: Ignacio González. Mano derecha desde 2003 en el Gobierno, en el partido desde 2011, y presidente regional desde 2012. Y también salpicado por el ático de Estepona, por cuya compra, investigada por la justicia, estuvo imputada su esposa, Lourdes Cavero.

Aguirre, González y el resto del PP conquistó la puerta del Sol tamayazo mediante, uno de los episodios más turbios en la política española: dos diputados autonómicos del PSOE se negaron a votar a su candidato y provocaron una repetición electoral que encumbró a Esperanza Aguirre.

Ahora Ignacio González está en la cárcel de Soto del Real y Aguirre no ha resistido más tiempo.

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