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Lula, la agonía del obrero que llegó a presidente

Lula se somete al dictamen de tres jueces en una ciudad blindada

EFE

Río de Janeiro —

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“Estoy con la tranquilidad de los justos, de los inocentes”. Así se declara Luiz Inacio Lula da Silva en vísperas de un juicio decisivo para el futuro de quien fuera el presidente más popular de Brasil y favorito todavía en las encuestas pese a enfrentar una condena por corrupción.

“Dudo de que los jueces que ya me juzgaron y los que van a juzgarme estén en este momento tan tranquilos como yo. Yo sé que no cometí ningún delito”, presume el exmandatario, de 72 años, pendiente de que un tribunal de segunda instancia ratifique o desestime mañana una condena de nueve años y medio por corrupción y lavado de dinero.

La corrupción, llegó a decir cuando era presidente, “está en todos los sectores de la sociedad”, incluidos la política y “el poder judicial”, pero Lula se declaraba entonces (2007) inmune a ella.

Sin embargo, la sombra del delito le persiguió durante su mandato (2003-2010) y ha amargado sus últimos años por los vínculos que la Justicia le imputa con la Lava Jato, la mayor red de desvíos de la historia de Brasil.

Pragmático, con dotes de “animal político” y un indudable don de gentes que le mantiene a la cabeza de las encuestas pese a sus problemas con la Justicia -tiene siete causas abiertas-, Lula no se rinde y pretende volver a competir por la Presidencia en las elecciones de octubre.

En las últimas semanas, en una caravana electoral por el país, Lula ha atribuido el cerco judicial a sus orígenes humildes y a su legado como “el presidente que realizó la mayor política social” del país.

El “hijo de Brasil”, como fue bautizado en una película sobre su vida que se estrenó antes de que abandonara la Presidencia, logró salir de la miseria, estudiar, liderar un sindicato y cumplir el sueño de millones de brasileños en un país con una profunda brecha social.

Nacido en 1945 en el estado de Pernambuco, en el empobrecido noreste, emigró con su madre y sus siete hermanos a los alrededores de Sao Paulo tras los pasos de su padre, un campesino analfabeto y alcohólico que tuvo 22 hijos con dos mujeres y a quien Lula conoció cuando tenía 5 años.

De niño, vendió en la calle, fue limpiabotas, a los 15 empezó a trabajar como tornero y poco después se acercó al movimiento obrero y llegó a presidir el poderoso sindicato metalúrgico.

La muerte de su primera mujer, María Lourdes, por falta de atención médica durante su embarazo, le impulsó a entrar en política y, a comienzos de los 80, en los estertores de la dictadura, participó en la fundación del Partido de los Trabajadores (PT) con políticos e intelectuales de izquierda.

Con una carrera meteórica, se convirtió en el diputado más votado y comenzó a acariciar el sueño presidencial, aunque le costó cuatro intentos: 1990, 1994, 1998 y 2002.

Para conseguirlo, cambió su imagen de barbudo sindicalista por un discurso depurado y una marca, “Lula, paz y amor”, que poco tenía que ver con la lucha obrera.

“Si al final de mi mandato cada brasileño puede comer tres veces al día, habré cumplido la misión de mi vida”, prometió.

Pero su historia de novela comenzó a truncarse con el Mensalao, un escándalo de sobornos parlamentarios que acabó con parte de la cúpula del PT en 2005, durante su primer mandato.

Con un partido desgastado, su pragmatismo le acercó a sus adversarios en busca de alianzas para la reelección, en 2006.

En ocho años de gestión, sacó de la pobreza a 28 millones de personas y lideró una “revolución” pacífica que situó a Brasil entre los protagonistas de la agenda mundial.

Dejó el poder con una popularidad del 87 %, lo que le permitió elegir para su sucesión sin resistencia a su ahijada política, Dilma Rousseff.

Sin embargo, Rousseff no tenía ni el carisma ni las tablas de su padrino y, aunque logró una reelección, su aislamiento y la crisis económica animaron a los antiguos aliados de Lula a promover su destitución y terminar con la “era PT”, el 31 de agosto de 2016.

Un zarpazo que aceleró la caída de Lula, cercado por la Justicia en un pacto “casi diabólico” -en palabras del expresidente- para evitar su vuelta al poder.

“Tengo una historia pública conocida. Solo me gana en Brasil Jesucristo”, llegó a decir en su defensa.

Acostumbrado a pelear con la adversidad, Lula, que superó un cáncer de laringe tras dejar la Presidencia, no perdona a quienes mancharon el nombre de su segunda esposa, María Leticia, fallecida en 2017 a consecuencia de un accidente vascular fulminante.

Ahora, a un paso del abismo, el “hijo de Brasil”, a quien Barack Obama se refirió como “el hombre” y la revista Time distinguió como el líder más influyente del mundo, está señalado por la Justicia como el “comandante” de una monumental trama de corrupción.

Lula lo niega y resiste, al menos por el momento: “Si querían matar a la serpiente, no le golpearon en la cabeza, le pegaron en el rabo, y la serpiente está viva como siempre”.

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