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Diez años bajo el rombo de Merkel

Diez años bajo el rombo de Merkel

EFE

Berlín —

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Las manos juntas, formando un rombo con los dedos sobre una de sus arquetípicas chaquetas, es la señal de identidad de la canciller alemana, Angela Merkel, que mañana cumple diez años al frente de la potencia europea y que ha experimentado varias metamorfosis sin desviarse de su estilo.

La muchacha del Este, como la llamó su expadrino político y patriarca cristianodemócrata Helmut Kohl; la canciller de hierro, como se la ha definido por su férrea defensa de la austeridad; o también “canciller teflón”, porque aparentemente todo le resbala, son los apodos más frecuentes para Merkel.

Su imagen, con la crisis de los refugiados, ha dado un nuevo giro y el semanario Der Spiegel llegó a caricaturizarla como una “Santa Angela de Calcuta”, por representar la acogida generosa de quienes huyen de conflictos como el sirio, frente a las presiones internas para cerrar fronteras.

Son muchas las vueltas que se han dado al perfil de esta mujer de 61 años, hija de un pastor protestante, crecida en la Alemania comunista y doctora en Ciencias Físicas, que llegó a la política por casualidad, como casi por azar lleva también el apellido Merkel.

Nacida el 17 de julio de 1954 en Hamburgo, con el nombre de Angela Dorothea Kasner, la canciller debe el apellido por el que todo el mundo la conoce a un fugaz matrimonio a los 23 años con el igualmente joven Ulrich Merkel, en la pequeña parroquia de la República Democrática Alemana (RDA) donde ejercía su padre.

Tuvo una juventud calificable de normal en esa parte del país, incluida la práctica del desnudo integral en las playas del Báltico, como atestigua alguna foto de entonces.

A esa etapa pertenece también su fase de secretaria de propaganda de las Juventudes comunistas, pero luego se integró en los grupos de la oposición con la revolución pacífica que precedió a la caída del Muro, el 9 de noviembre 1989.

De ahí se convirtió en portavoz del gobierno de transición que condujo a la RDA hasta la reunificación, liderado por el democristiano Lothar de Maizière.

Para entonces ya se había divorciado del primer marido y convivía en Berlín con el profesor de Química Joachim Sauer, a quien conoció como hombre casado y padre de dos hijos y con quien contrajo matrimonio en 1998, siendo ella secretaria general de la Unión Cristianodemócrata (CDU).

De esa primera revolución política, conserva aún el apodo de “muchachita del Este” que le asignó Kohl al integrarla en su Gobierno, en 1991, necesitado de nuevos talentos de la antigua Alemania Oriental.

La Merkel como atípica máquina de poder, mezcla de sangre fría y perseverancia, empezó a revelarse en 2000, con Kohl inmerso en el escándalo de las cuentas secretas que se reveló en la CDU tras quedar apeado del poder por el socialdemócrata Gerhard Schröder.

Asumió las riendas del partido del patriarca Konrad Adenauer, tras llamar a los suyos a emanciparse de su aún padrino político y sucedió en la jefatura a Wolfgang Schäuble, exdelfín de Kohl, quien renunció salpicado por el escándalo.

Los barones de la CDU no le disputaron un puesto que no querían en esas horas bajas y ella fue dejando en la cuneta a sus enemigos internos, hasta convertirse en su candidata para reconquistar el poder frente al canciller Schröder, otro de los hombres que erraron el tiro al considerarla una rival inferior.

El 18 de septiembre de 2005 ganó sus primeras elecciones generales, por una ventaja mínima frente a Schröder, lo que aparentemente la castigaba a una jefatura de Gobierno frágil.

El 22 de noviembre hizo historia por partida doble, como primera mujer y primer político procedente del Este en la Cancillería. Lo hizo al frente de una gran coalición con el Partido Socialdemócrata (SPD), con Schröder convertido en jubilado político.

En su salto a la esfera global topó con una situación parecida a lo que había sido su experiencia en la CDU y en la contienda electoral: se la consideró una aliada fácil o un escollo pasajero.

La larga secuencia de fotografías acumuladas a lo largo de su década en el poder -en cumbres multilaterales, en visitas de Estado, en la maratón de reuniones de crisis de la zona euro u otros panoramas- muestran a una Merkel casi inalterable.

Su repertorio de chaquetas -las variaciones se limitan al número de botones, diseño del cuello y por supuesto al color- parece infinito, pero el gesto del rombo es eterno, independientemente de si posa entre escolares o junto a un líder de máximo rango.

Fuera del país se sigue tratando de descodificar ese gesto, mientras que sus compatriotas lo han asimilado como propio de esa especie de “Mutti” -mamá- de una gran nación, que a veces arropa y otras regaña, ni empalagosa en el mimo ni cruel en el castigo.

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