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Los rohinyás hacen florecer la industria de la chabola en Bangladesh

Los rohinyás hacen florecer la industria de la chabola en Bangladesh

EFE

Campo de Balukhali (Bangladesh) —

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Varas de bambú, lonas de plástico, leña, utensilios de cocina..., la industria para la chabola florece entre el barro de las veredas de los campos de refugiados, donde un público de 400.000 clientes atrae a cientos de vendedores de cualquier cosa que sirva para vivir.

Mohamad Alam tiene 30 años y es rohinyá. Su padre llegó a Bangladesh hace 26 años también en una oleada de refugiados y hoy vive la crisis que comenzó el pasado 25 de agosto desde el otro lado de la barrera, vendiendo lonas de plástico.

“No es mi negocio, yo soy solo un vendedor”, aclaró a Efe este joven que asegura que vende diariamente alrededor de 60 piezas de este plástico reforzado que cuesta entre 150 y 250 takas (entre 1,8 y 3 dólares) dependiendo de su tamaño.

Hacen falta al menos cinco de las lonas más grandes para conseguir que una familia entera se pueda resguardar de la constante lluvia que azota el sureste de Bangladesh aún inmerso en su temporada monzónica.

El barro, la humedad y la falta de espacio en los campos de refugiados establecidos no dan más opción a decenas de miles rohinyás que gastarse en cualquier material los pocos ahorros que pudieron rescatar en su huida del Ejército birmano, que desde el 25 de agosto lleva a cabo una batida en pueblos y campos del estado Rakhine, en el oeste de ese país.

El éxodo que ya ha llevado a alrededor de 400.000 miembros de esta minoría musulmana a Bangladesh es una masa de consumidores precarios necesitados de las cosas más simples y baratas, pero en grandes cantidades, una oportunidad para empresarios de la zona y de otras partes del distrito de Cox's Bazar.

Para Mohamad las cosas van bien, vende para un mayorista y dice que consigue ganar 400 takas por día (alrededor de cinco dólares), aunque subraya que el negocio no le impide recordar que frente a él hay gente que pasa ahora por algo que ya tuvo que atravesar su familia.

“El otro día vino una señora con dos niños pequeños llorando, decía que no tenía dinero y le di una lona sin cobrarles”, afirmó.

Al preguntarle por qué lo hizo, dijo: “Ya hay muchos de nosotros ganando bastante dinero”.

No lejos de allí, Farid Allam trepa sobre una pila de macizos troncos de bambú que cubren toda la entrada en la carretera a la puerta de su ferretería.

Hace dos semanas, este empresario de 29 años sumó fuerzas con otros tres socios y compraron una montaña de varas de bambú de todos los tamaños y grosores, desde cortos y flexibles a largos y robustos, sobre los que ahora se pasa el día vendiendo.

En total está sacando algo más de 10.000 takas diarios (unos 120 dólares), toda una fortuna en los alrededores del campo de Kutupalong.

“El negocio está funcionando bien, y si puedo ayudar a gente que ha perdido a sus maridos, a sus hermanos, a sus hijos, todos salimos ganando”, indicó Allam.

Uno de los negocios más rentables en un campo de refugiados es el de la venta de astillas y maderas para hacer fuego. El alimento básico repartido por organizaciones y privados a los refugiados es el arroz, y el arroz hay que cocerlo o freírlo.

Por eso Mohamad Nabi, de 29 años, decidió hace varios días irse desde su natal Ramu, cerca de Cox's Bazar ciudad, a los campamentos de Kutupalong y Balukhali a vender leña.

Aquí, aunque el número de vendedores es mayor, con alrededor de 200.000 refugiados en apenas unos cuantos kilómetros todo el mundo puede ganar dinero.

“Aquí gano 7.500 u 8.000 takas (90 o 100 dólares), en Ramu hacía 5.000 (60 dólares)”, dijo.

Se trata de una empresa en la que no trata de aprovecharse de nada, dice.

“Yo vendo a gente que necesita esta leña para ayudar a sus familias y yo vendo para yo poder ayudar a la mía, todos nos ayudamos”, afirmó.

Nabi admite que vende el mazo de leña a 30 takas (unos 30 céntimos de dólar), 5 más que el precio habitual en Ramu, pero afirma que aquí no le queda más remedio, porque aquí tiene que pagar a policías y militares para que le dejen vender en la calle.

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