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La Iglesia se resigna a que los políticos dejen de ir a sus misas y actos religiosos

Los Reyes, en la misa del Apóstol el pasado año 2014 / EFE

Jesús Bastante

El próximo sábado 25 de julio, la plaza del Obradoiro verá una imagen cuando menos novedosa. Por primera vez en la historia, el alcalde de Santiago, Martiño Noriega (Compostela Aberta), recibirá a las puertas de la catedral a las autoridades en el día de Galicia (Santiago Apóstol), pero no entrará al templo para asistir a la Ofrenda al Apóstol. El delegado regio en esta ocasión será el presidente de la Xunta, Alberto Núñez Feijóo. Noriega sí asistirá al resto de actos civiles, pero su ausencia en las celebraciones religiosas marca un antes y un después en las relaciones entre la Iglesia compostelana y el consistorio.

También en Zaragoza, el Ayuntamiento se acaba de declarar aconfesional y no tendrá representación en actos religiosos como la misa del Pilar, salvo que los concejales quieran asistir a título particular.

El de Santiago -el apóstol, no lo olvidemos, es el patrón de España- es un ejemplo paradigmático de lo que, en los próximos meses, va a suceder por toda España. Los cambios políticos acaecidos tras las elecciones municipales y autonómicas, unidos a los que se producirán -gobierne quien gobierne- tras las próximas generales, marcarán un nuevo estilo en las relaciones institucionales entre las distintas Administraciones públicas y la confesión mayoritaria para los españoles. Según el CIS, alrededor de un un 70% de los ciudadanos se declara católico, pero los votantes de los partidos emergentes como Podemos no lo son.

El debate está abierto: ¿deben los representantes públicos participar, como tales, en procesiones, ofrendas, misas o celebraciones religiosas? ¿Son de recibo en pleno siglo XXI los funerales de Estado católicos o confesionales en un Estado aconfesional? ¿Es el espacio público el lugar ideal para celebraciones religiosas? ¿Cuál debe ser el papel en las mismas de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado? Estado laico vs. Iglesia católica. En el trasfondo, una nueva relación de instituciones del Estado con la Iglesia católica, que goza de unos privilegios consagrados por los Acuerdos Iglesia-Estado y la única institución privada nombrada como receptora de derechos especiales en la Constitución de 1978, en los artículos 20 y 27, sobre relaciones y enseñanza.

Desde la Conferencia Episcopal se intenta quitar hierro al asunto, y se ofrece para dialogar porque, en palabras de su portavoz, José María Gil Tamayo, “la Iglesia no tiene miedo a los cambios políticos ni a los partidos emergentes”. De hecho, sus dirigentes más aperturistas, como los obispos Carlos Osoro (Madrid) o Julián Barrio (Compostela) ya han mantenido encuentros con representantes de la “nueva política”: la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, o el regidor de Santiago, Martiño Noriega.

Precisamente, el arzobispo de Madrid fue el primero en dar un paso hacia adelante al suprimir las misas de la familia en la plaza de Colón, que por obra y gracia del cardenal Rouco convertían el último domingo del año en una macromanifestación contra el gobierno socialista de Rodríguez Zapatero o las “tibiezas” del Ejecutivo de Mariano Rajoy ante el aborto o los matrimonios gay.

En todo caso, la nueva situación ha provocado distintas decisiones que marcan tendencia y que muestran que, a partir de ahora, la Iglesia católica ya no tiene derecho predominante sobre la institución civil a la hora de marcar los protocolos de determinados actos, históricamente vinculados a la fe. Del mismo modo, la presencia de algunos símbolos religiosos en la esfera pública también va a dar un giro de 180 grados.

Se vio en la toma de posesión de cargos en muchos ayuntamientos y gobiernos autonómicos, donde la Biblia y el crucifijo desaparecieron, sin apenas protestas, excepción hecha en lugares como Valencia, donde la derecha ha tenido una vinculación expresa con algunos círculos ultrarreligiosos-.

En la localidad madrileña de Cenicientos, la alcaldesa socialista, Natalia Núñez, ordenó la pasada semana la retirada de un Via Crucis en las calles de la ciudad -colocado tres meses antes por el anterior consistorio, del PP-, al considerar “que suponían una barrera arquitectónica como comentaban los vecinos y que era una falta de respeto para aquellos vecinos que no procesan ninguna religión o que profesan la religión musulmana”.

La decisión, en este caso, provocó la protesta del Obispado de Getafe, que en una nota pidió “no convertir los signos religiosos en objeto de contienda política”, al tiempo que instaba a “sumar, y no restar”. La diócesis, según la nota, “comparte el malestar de muchos fieles y ciudadanos de este municipio que han visto cómo unos signos cristianos son retirados del espacio público por el simple hecho de ser cristianos”.

Por ello, y pese a que “no discutimos en absoluto” la legitimidad de la corporación municipal para tomar esta medida, “pedimos que se garantice en igualdad de condiciones la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades”. El Via Crucis no ha sido repuesto en su lugar.

Símbolos franquistas

Menos polémica, al menos en lo que se refiere al ámbito religioso, ha suscitado la decisión de la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, de prohibir la misa que todos los 18 de julio se celebraba en el castillo de Montjuic en memoria del “alzamiento” que marcó el inicio de nuestra sangrienta guerra civil. No hubo ninguna respuesta negativa desde la institución eclesiástica, y sólo algunos grupúsculos vinculados al tradicionalismo ultracatólico se quejaron, en vano. Algo similar llevó a cabo el alcalde de la localidad castellonense de Xilxes.

El recuerdo de la Guerra Civil y los 40 años de franquismo, durante el cual la Iglesia católica mantuvo unos privilegios que, en algunos casos, aún se mantienen, pesa, y mucho, en el ánimo de la ciudadanía. Tanto es así que el abogado Eduardo Ranz, en nombre de varios colectivos, presentó la semana pasada ante la Nunciatura un escrito, dirigido al Papa Francisco, reclamando, entre otras cosas, la eliminación de todos los símbolos franquistas de las fachadas o interior de los templos católicos, en cumplimiento de la Ley de Memoria Histórica. Su petición, no obstante, tuvo mucho mayor eco por la solicitud de la salida de los cuerpos de Franco o Primo de Rivera del Valle de los Caídos.

Legionarios y políticos en procesiones

Donde también se producen interferencias entre el ámbito religioso y el civil es en las celebraciones públicas, en las que -por tradición- intervienen representantes del poder político y de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado. Las respuestas que se dan en estas situaciones están surgiendo para cada caso concreto -lo hemos visto en lo tocante a Compostela, y lo veremos en la próxima Semana Santa de Sevilla-.

Otra cosa bien distinta es la adoración de los miembros de la Guardia Civil a su patrona, la Virgen María, o la participación oficial de los legionarios en la procesión de la Semana Santa de Málaga, portando el Cristo de la Buena Muerte.

Las distintas propuestas en las que los grupos políticos están trabajando -y en ello coinciden PSOE, Ciudadanos y Podemos- abundan en la necesidad de delimitar rotundamente ambas esferas. Así, los legionarios -o la Academia de Infantería en el Corpus de Toledo- no deberían participar portando su uniforme -y armas- reglamentario, pero su presencia sería admitida “a título personal”. Así, podríamos encontrarnos a los legionarios de Málaga portando a su Cristo, pero no uniformados ni representando oficialmente al Ejército. Aunque en este tipo de actos las barreras sigan siendo tan difusas como la propia realidad, cargada de matices y muy sensible al eterno debate entre las dos Españas: la clerical y la anticlerical.

Finalmente, en casos como el de Santiago de Compostela, se impuso el diálogo, y tanto el alcalde como el arzobispo se encontraron, tomaron un café y asumieron que la presencia institucional en los actos religiosos es bienvenida, pero no imprescindible. Y que, en los próximos meses, se darán distintas situaciones en las que las respuestas serán diferentes, y quedarán normalizadas. “No llegará la sangre al río”, destaca un obispo consultado por eldiario.es.

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