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Fe, la paradoja de la razón

La procesión de la Hermandad de Nuestro Padre Jesús de la Salud y María Santísima de las Angustias, más conocida como la procesión de la hermandad del Cristo de Los Gitanos, a su paso por la Puerta del Sol de Madrid. / Efe

José Cervera

Todas las religiones cantan las virtudes de la fe porque necesitan que sus fieles crean. Las ventajas de la fe para quien la gestiona son obvias, pero qué pueda ofrecer a quien la vive no suele estar tan claro. Millones de personas en todo el mundo creen, e invariablemente describen, un cierto tipo de paz interior caracterizado por la certeza de saber que todo tiene un porqué, unida a una sensación de permanente compañía, de unidad con el universo y de pertenencia.

Estos sentimientos son la base de la experiencia religiosa, y es interesante destacar que los estudios de neurociencia indican que hay regiones del cerebro asociadas con este tipo de sensaciones. De hecho, se ha llegado a postular la existencia de un “módulo de Dios”: una parte del cerebro especializada en estas experiencias, con sus propios genes y su propia evolución. Análisis estadísticos han mostrado cierta vinculación genética en comportamientos de tipo religioso, como la asistencia a oficios o la capacidad individual de trascendencia.

Y desde la antigüedad sabemos que determinadas drogas alucinógenas y ciertas prácticas (cantos repetitivos, danzas, posturas y ejercicios) que actúan sobre el cerebro facilitan estas experiencias. ¿Es posible que estemos diseñados para creer?

¿O hay una explicación más sencilla? De hecho, los elementos de la creencia religiosa pueden explicarse como efectos secundarios de algunas características humanas esenciales. La fe religiosa surge de la interacción de nuestra extrema sociabilidad con nuestra extrema capacidad de raciocinio.

Paradójicamente la razón, esa necesidad intrínseca de conocer las causas de las cosas, puede llevarnos a aceptar explicaciones no demostradas del universo y la existencia. Después nuestra necesidad de compañía nos empuja a darle a esa explicación una presencia personal, una entidad individual. El tercer elemento, que completa el cuadro, es nuestro gregarismo y la tremenda facilidad que tenemos para establecer fronteras entre ‘nosotros’ y ‘ellos’. La creencia religiosa puede perfectamente ser hija de nuestra sociabilidad y de un desliz de la razón.

Somos primates racionales. Esto significa que a lo largo de la evolución nos ha beneficiado conocer cómo funcionan las cosas y adelantarnos a los acontecimientos, la función de los sistemas nerviosos. En nuestro caso lo hemos llevado al límite: nuestro éxito evolutivo se basa en comprender relaciones causas-efecto y en usarlas a nuestro favor. Para conseguirlo, la evolución nos ha dotado con un mecanismo curioso: el cerebro nos recompensa cuando resolvemos problemas.

A los humanos nos gustan los rompecabezas, los juegos, las narraciones y los chistes porque obtenemos placer cuando entendemos algo, cuando “lo pillamos”. Pero el placer es un truco biológico, un premio que el cerebro da a quien hace lo necesario para reproducirse con eficiencia. El hecho de que el conocimiento proporcione placer significa que saber es un comportamiento adaptativo. Y al revés: cuando no comprendemos, nuestro cerebro se siente molesto.

El desconocimiento es como un picor que no podemos rascar: genera miedo y desazón. Cuando se refiere a algo grande, como el origen del universo, ese picor existencial puede ser realmente molesto.

El problema es que el cerebro no necesita conocer la verdadera respuesta: le basta con estar convencido de que la conoce. Si tenemos una explicación y nos la creemos recibiremos la recompensa aunque la explicación no sea real; el picor desaparecerá. El dios, los dioses, o en general la religión, es la navaja suiza de las explicaciones metafísicas: cualquier pregunta queda contestada. Las cosas ocurren porque las divinidades así lo quieren; las cosas malas, porque hay dioses buenos y malos que luchan. Todo tiene una explicación que acaba con la duda y la desazón. Si la explicación divina parece demasiado irracional, siempre podremos argumentar que los caminos del Señor son inescrutables. Irónicamente, la misma necesidad de conocer qué impulsa la razón puede llevarnos a la fe, porque para un ser hiperracional una mala explicación es mejor que ninguna explicación.

El poder de la manada. Los humanos somos tan gregarios que necesitamos el contacto con otros humanos como el respirar. Y no es una metáfora; a los prisioneros que pasan demasiado tiempo en aislamiento se les rompe la mente.

No podemos sobrevivir estando solos. Nuestro cerebro está construido para vivir en sociedad; por ejemplo, hay una región especializada en caras, lo que explica esa marcada tendencia nuestra a ver rostros en tostadas y manchas en la pared. Otra región cerebral nos proporciona la sensación de compañía. Y entre las funciones esenciales de nuestro sistema nervioso está la llamada Teoría de la Mente, que nos permite funcionar en sociedad al asignar a los demás intenciones y pensamientos ajenos a los nuestros. A veces estos mecanismos cerebrales funcionan mal. Y cuando lo hacen, descubrimos cosas curiosas.

Los autistas tienen dificultades para generar una Teoría de la Mente: les resulta complicado concebir que los demás tienen su propia dinámica interior. Quizá por eso son mucho menos dados a la creencia religiosa; para ellos la idea de una divinidad personal externa carece de sentido. Por otro lado, es posible inducir la sensación de compañía, común a las personas de fe, mediante estimulación magnética transcraneal del lóbulo temporal derecho. Esa misma región se activa en pacientes esquizofrénicos, en los que es común la manía religiosa durante sus trances.

En algunos pacientes con epilepsia del lóbulo temporal, la actividad anormal que precede a los ataques proporciona sensaciones de maravilla y éxtasis vinculadas a una impresión de presencia. Todo esto sugiere que algunas sensaciones asociadas a lo religioso pueden ser generadas por los módulos del cerebro que se encargan de nuestra integración social. Por ese mismo razonamiento, pero a la inversa, la carencia de contacto humano crea sufrimiento y, a la larga, la descomposición de la mente.

Quien está solo sufre, pero si es capaz de convencerse de que alguien le acompaña sufrirá menos. Quizá no sea tan raro que muchas conversiones religiosas estén asociadas a periodos de soledad, ni que buena parte de la literatura religiosa incluya estancias en el desierto o en aislamiento de sus principales protagonistas. Igual que el temor a la ignorancia puede actuar como impulso de la fe, el temor a la soledad puede reforzar ese vínculo. Este nexo puede cristalizar a través de otra característica social básica como es la tendencia a formar grupos.

Los sociólogos hablan de in-group y out-group; el in es aquel del que formamos parte, y en el out están los demás. Diferenciar entre ellos es una tendencia fortísima en nuestra especie, que se establece a partir de cualquier diferencia: idioma o acento, preferencias culinarias, modo de vestir, origen, características físicas, etc. Automáticamente nos alineamos y confiamos en nuestro grupo y nos separamos y desconfiamos del resto. Cualquier rasgo diferente puede emplearse como marcador. Para esto la religión es ideal.

Una religión no sólo regula las creencias, sino muchos aspectos de la vida cotidiana, desde las comidas a los ritmos de trabajo, los gestos o el modo de vestir. Así resulta fácil distinguir un in-group (los de mi religión) y un out-group (los demás).

De aquí a que la religión se convierta en elemento de agregación política y de justificación ideológica hay un paso, que ya se dio en la antigua Mesopotamia hace 5.000 años, y miles de veces desde entonces; aún hoy se invoca la guerra santa. La creencia religiosa se convierte en cuestión social, incluso en herramienta política. La necesidad de pertenecer a una comunidad cierra el círculo.

Y así la fe deja de ser un misterio para aparecer como consecuencia de los rasgos que nos hacen humanos. Creer en lo divino resuelve nuestras dudas, pues nos proporciona una respuesta para cualquier pregunta; alivia nuestra soledad al darnos un compañero constante, y además nos une a nuestra comunidad.

Creemos porque somos inteligentes, y porque vivimos en grupo; creemos porque somos humanos, y algunos humanos utilizan esta querencia nuestra por el creer para edificar negocios e imperios.

Puede que la fe ciega sea una traición de la razón, pero es también poderosa y únicamente humana. Tan humana como esa inimaginable arrogancia que nos convence de que una entidad tan poderosa como para crear el universo se interesa tanto por nosotros como para vigilar qué hacemos con las manos debajo de las sábanas cada minuto del día. Conocimiento, soledad, sociedad y arrogancia; un cóctel humano, casi demasiado humano.

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