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Espacio de opinión de Tenerife Ahora

Baltasar

‘Arabische Augen’

María D. Pérez

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Eran las 7.33 de un día cualquiera. Era el instante en el que yo había decidido que sonara mi despertador… y así lo hizo. Al presionar el botón que interrumpía el molesto sonido de la alarma, me complacía ver ese número: el 33. Era consciente de que resultaría más lógico programar la alarma  para que sonara a las 7.30 o, tal vez, a las 7.35. Pero sentía predilección por un número que, en los últimos meses, se repetía constantemente en mi cotidiana e intrascendente vida.

El 33 aparecía en los vales de compra, en las matrículas de los automóviles, marcando los minutos en algún reloj o mostrando el porcentaje de descuento en la pasta dental. El número 33 me perseguía y había despertado en mí una curiosidad detectivesca por encontrar el sentido de aquel acoso matemático.

Tras contemplar con satisfacción lo que yo me había lanzado a titular como la clave 33, escondí de nuevo mi mano bajo las sábanas y recordé aquella parte del inolvidable documental, “Y tú, ¡¿qué sabes?!”, donde el doctor Joe Dispenza decía: “Cada mañana creo mi día”. Lo intenté, pero mi pesimista código genético me lo ponía muy difícil: era un día cualquiera, de un mes cualquiera, de un año cualquiera…, en un planeta cualquiera. Nada me hacía sospechar, ni lo más mínimo, que fuera a pasar algo importante, especial, o simplemente… diferente.

Mis conexiones neurológicas seguían aferradas a patrones de pensamiento del estilo: otro día más, qué vida tan aburrida... Podía sentir la batalla campal en mi cabeza: las nuevas neuronas, alegres y optimistas, luchaban por crear conexiones fuertes y resistentes, pero llegaban las veteranas, bien hermosas y musculosas, ya por el ejercicio incansablemente practicado durante años, y… ¡zas! De un guantazo devolvían las neuronas rebeldes a su sitio:

-En fin, -las oía quejarse en mi lóbulo frontal- mañana será otro día.

-¡Nada de eso! -arremetió una envalentonada que debió surgir de otro plano de conciencia-. ¡El momento es ahora! Resistiremos y crearemos una y otra vez nuevas conexiones… ¡aunque nos las rompan un millón de veces!

Aquella, neurona Gandhi debió de causar estragos en mi cerebro en la mañana, porque los viejos patrones de pensamiento, desmotivados y agoreros, terminaron por retirarse, como los ingleses en la India, y las nuevas neuronas, locas de contentas, comenzaron a enlazarse y a formar una red de conexiones suficientemente sólida como para que yo pudiese expresar un sentimiento, una emoción, una frase salida directamente de alguna de las carrozas que habían diseñado mis neuronas novatas para celebrar una especie de día del orgullo neurológico:

-¡Hoy va a ser un día diferente! ¡Yo voy a hacer que sea diferente!

Mi hipotálamo estaba en proceso de ebullición y los neuropéptidos jubilosos y entusiasmados transmitían señales sensitivas hacia el encéfalo y señales motoras hacia mis músculos, provocándome unas inusuales ganas de levantarme de la cama y comenzar mi día.

Mi primera decisión, tomada bajo los efectos de mis nuevas conexiones neurológicas, fue esmerarme en mi aseo personal, y permitirme un antojo (entendiendo el antojo como ejercicio de nuestro legítimo derecho a ser felices): un buen desayuno en una de las mejores cafeterías del centro de la ciudad…

***

Sentada en una mesa del fondo, podía observar mejor. Sí, me sentía con ganas de observar todo a mi alrededor. Presté atención al aroma del café con leche, sentí el calor de la taza en mis manos, escuché el sonido de la cucharilla removiendo la espuma cremosa y vi como ascendía el humo y se difuminaba en el aire hasta hacerse invisible para mí. Me di cuenta de que lo único que existía en ese momento éramos mi taza de café con leche y yo. No había pasado ni futuro. Solo el ahora.

Una sonora carcajada me sacó de mi estado alfa y me devolvió súbitamente a la realidad colectiva. En una mesa cercana, dos mujeres charlaban y se reían de un chistoso comentario del camarero. Al parecer, una de las mujeres llevaba un buen rato buscando sus gafas de sol por todas partes, hasta que se percató de que las llevaba sobre su cabeza. Pensé en la metáfora de la situación: siempre buscamos aquello que creemos que nos falta en algún lugar fuera de nosotros mismos.

Me levanté y me acerqué a la barra en busca de algún periódico del día. El primero que encontré tenía escrita una frase en la contraportada: “El mundo exterior es el mundo de los efectos; es el resultado de los pensamientos”. ¡Vaya! -pensé-, hoy debe de ser el día internacional de las sincronicidades…

Caminé hacia el parque cercano a mi casa con el objetivo de sentarme en algún lugar discreto desde donde continuar mi labor de observadora consciente. La cálida luz solar se presentaba intermitente, presagiando un posible chaparrón en cualquier momento.

Me senté en un banco suficientemente rodeado de vegetación y, escondida detrás de mis gafas de sol, me dispuse a mirar el mundo como si fuera un extraterrestre recién llegado. A pocos metros de mí estaba Baltasar en su casa. Era un vagabundo que vivía desde hacía algún tiempo en uno de los bancos de aquel parque. Era un hombre alto y corpulento, de raza negra y de un porte regio y majestuoso que contrastaba enormemente con su andrajosa vestimenta. Eran esa presencia y esa mirada soberana las que me habían inspirado el nombre de Baltasar para él.

Me pregunté qué historia se oculta detrás del personaje. Me pregunté quién sería realmente aquel ser humano de armoniosa anatomía y qué le habría llevado a este momento, a este ahora en el que él se encontraba malviviendo en un banco cualquiera de un parque cualquiera… en un planeta cualquiera.

En alguna fracción de segundo, entre pensamiento y pensamiento, debió colarse una nueva conexión neurológica que me incitó a plantearme algo muy simple y, sin embargo, poco usual: ¿y si voy y le pregunto? Sentí la necesidad de llevar a cabo la misión que yo misma me había encomendado un par de horas antes: hacer algo diferente. Sentí la necesidad de romper la inercia existencial, cambiar el guion… salir de la rueda del hámster.

Pararte y preguntarle a un vagabundo: “Hola, ¿cómo estás? ¿Qué te ha llevado a esta situación en la que ahora te encuentras?”..., es algo que no está planificado en nuestro día a día. No está escrito en nuestro guion sociocultural. Así que, me levanté dispuesta a seguir al conejo blanco y entrar en la madriguera…

Me acerqué a él como quien se dirige a un tribunal en un examen oral de fin de carrera y, cuando le tuve delante de mí y me miró, apenas pude balbucear un triste y desabrido “hola, ¿qué tal?”. Por un momento pensé que ojalá me hubiese dedicado a ver películas de indios y vaqueros en lugar de documentales de física cuántica, porque la mirada de Baltasar me estaba atravesando las entrañas y creí correr el riesgo de recibir una suculenta dosis de jarabe de palo. Entonces, para alivio indescriptible de mis agarrotados músculos, Baltasar… sonrió.

La tensión liberada regresó de vuelta rápidamente y se multiplicó por mil, cuando escuché las palabras que salieron de su boca: “¿Ves que no era tan difícil cambiar el guion?”.

Aquella frase hizo que mi cuerpo alcanzara niveles de rigidez altamente preocupantes. La garganta se me secó y una risa nerviosa y estúpida amenazaba con salir a escena. Pero, ¿quién era yo? ¿Una especie de Neo, hablando con una especie de Oráculo en una especie de… versión española de Matrix (de bajísimo presupuesto)?

-¡¿Quién eres?! -conseguí al fin exclamar.

-Baltasar… supongo -me respondió irónico.

-Pero ¿cómo… cómo sabes…?

-Tranquila –interrumpió- solo estás en un cruce de universos, de realidades paralelas. Yo soy una proyección que tú creaste en alguna otra dimensión, precisamente para recibir esta información. No está mal… Se notan tus influencias cinematográficas, pero… ¡no está mal, chica! Sigue así, sigue saliendo de la rueda del hámster porque no es el mundo el que ha de cambiar, sino tú, solo tú… solo el observador. Sigue las señales, los números… son códigos, programas nuevos que tratan de instalarse cuando se ha alcanzado la complejidad o la madurez suficiente.

-Esto no puede ser real -apunté, sintiendo como mi expresión facial se iba convirtiendo en la definición perfecta del adjetivo atontada.

Entonces, aquel hombre gigantesco se levantó, puso sus manos sobre mis hombros y clavando su familiar y profunda mirada en mis ojos, sentenció:

-Y ¿qué es real?...

***

Debió de ser algo así como el frenazo de un coche lo que me despertó súbitamente. Mi corazón ya estaba acelerado cuando miré el despertador: 7.33. ¡Habían pasado solo unos segundos! No podía creer que todo hubiese sido… ¡¿un sueño?!

Me levanté de un brinco, me vestí y salí a la calle. Corrí hacia el parque en busca de aquel banco. Mi mente estaba aturdida, confusa… pero algo en mi interior me decía que aquello era tal vez lo más real que me había ocurrido jamás.

El banco de Baltasar estaba vacío. No había nadie, ni nada… Pero… “espera un momento” -pensé al acercarme más-: ¿qué era aquello que se movía? ¿Un ratón? ¿Había un ratón correteando por encima del banco? ¡No!... ¡Era un hámster! ¡Un hámster sin rueda!

Me senté, feliz, y dejé que el sol golpeara con suavidad mi rostro.

Un policía pasaba por allí y desde su intercomunicador se oía la típica voz al estilo radio taxi: “Unidad 33, unidad 33… ¿Me recibes?”.

“Te recibo”-respondí  mentalmente…- , “te recibo, alto y claro”.

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