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Cóctel molotov

Alumnos en el aula de un colegio

Camy Domínguez

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Cuando recuerdo mis últimos años de alumna de Educación General Básica (EGB), allá por principios de los años ochenta del pasado siglo, lo hago no sin cierta añoranza. Tenía trece o catorce años cuando miraba hacia las canchas del centro de Formación Profesional (FP), que estaba justo por debajo del nuestro, y lo que veía no me hacía ninguna gracia: ¡las chicas y los chicos fumaban a escondidas agazapados en una esquina del patio! ¿Eso era lo que se hacía en un centro de Secundaria? ¿Eso era sentirse adultos? Pues no me apetecía salir de aquel cole mullidito para eso. Estaba claro que la FP de entonces era para aquellos alumnos que acababan la EGB sin mucho éxito o ni siquiera llegaban a acabarla. Tampoco acabar la Secundaria era una obligación, de hecho. Y para los estudiantes más brillantes se les reservaba otro destino: el Bachillerato Unificado Polivalente (BUP) en el instituto.

Y yo no era brillante. Juro que no lo era o por lo menos yo no me sentía así, pero me había ganado las simpatías de algunos maestros que veían en mí no sé qué clase de futuro prometedor. Un buen día el de Naturales me preguntó si yo iba a elegir el instituto o la FP cuando acabara en el colegio y yo le respondí que ninguno, porque mi madre había decidido, aunque hacía ya varios años, que dejaría de estudiar a los doce y yo, rebelde como he sido siempre, hacía rato que estaba sobrepasando ese límite, que como mucho terminaría la EGB y ya me quedaría en casa (y me buscaría algún trabajo de limpieza en alguna casa bien y luego me casaría y tendría hijitos y me dedicaría a cuidar de ellos y de mi hogar mientras mi marido nos traía el sustento y etcétera, etcétera). El maestro me miró muy serio y sentenció: “Dile a tu madre que venga a hablar conmigo”.

No recuerdo que mi madre fuera muchas veces a hablar con los maestros, pero esta vez se ve que se le metió el terror en el cuerpo y no fue, porque estaba “advertida”: Algunos años más tarde me enteré de que ya era la segunda vez que un maestro le avisaba de que mi futuro no iba a ser de chacha en una casa de señores bien, que para mí había otra cosa y dependía de lo seriamente que se tomaran mi educación los que la tenían encomendada. A los pronósticos de los maestros se sumó más tarde mi tío, cuya opinión se respetaba muchísimo en casa porque “era estudiado”, lo que hizo que la mañana del 6 de julio de 1982, tempranito, me despertara mi madre con cierta contrariedad, diciendo: “Arréglate, que vamos a matricularte en las Profesionales”. Tengo que admitir que se me cayó el mundo. Yo, a mis catorce años, no me veía en un futuro nada lejano catapultada a aquel oculto rincón de la cancha con aquellas chicas fumando, así que, haciendo alarde de reflejos, le dije una mentirijilla piadosa (o no) a mi madre, que fue el as que hizo que ganara claramente la primera partida a mi destino: le comenté que el plazo de la matrícula en ese centro se había acabado hacía una semana, aunque en realidad yo sabía que faltaban todavía cuatro días.

Si yo con catorce años no me veía insertada a empujones en el mundo de los adultos, ¿cómo no va a ser brutal el choque cuando entras en un instituto con once o doce años como en la ESO de ahora? ¿Qué será lo que no aprendan los niños preadolescentes, a esa edad tan tierna, de sus compañeros de patio de los cursos superiores, de los de quince o más que aún están haciendo un PMAR o de los de dieciocho o veinte que no parecen acabar el Bachillerato nunca? Los chiquitines seguirán comportándose con la inmadurez altamente contagiosa de los niños de primaria y los grandes harán las cosas que se les presuponen como adultos que son y será el espejo donde se miren sus compañeros menores. Pues el cóctel molotov está servido.

En el centro donde doy clases veo esa gran diferencia. Veo niños mezclados con adultos en los pasillos, veo chicos grandullones jugando como niños de guardería que no acaban de tomarse nada en serio y veo niños comportándose como adultos a tan temprana edad. Pero todo lo veo desde fuera, pues no conozco bien los casos particulares.

En cambio, por los comentarios que les escucho a mis hijas desde un punto de vista más cercano a los alumnos, me llego a enterar de lo peligroso que está siendo este cambio que se operó allá por los primeros noventa, cuando tuvimos la desafortunada idea de hacer desaparecer la EGB y remitir sus dos últimos cursos a la Secundaria. Nos avisaron de que iban a convivir en un mismo espacio de aprendizaje los niños con los adolescentes y los adultos. Entonces no te extrañen casos de niñas de doce años embarazadas, de niños que vienen a clase después de fumarse sus porritos entre la hora del transporte y la de estar en el aula, haciendo de todo unas risas, y lo hacen con una espantosa naturalidad. Y no digamos de los que se llevan alcohol para ir de visita a un museo o los que no quieren estar en clase y se pasan el día durmiendo o molestando, porque si no vienen al cole les caen sobre sus familias los de los servicios sociales municipales, o de los niños que sin pudor alguno se bajan sus pantalones y les enseñan sus desnudeces a la novia de turno invitándola a hacer “cositas” que tú y yo sabemos… En fin, podría seguir hasta la extenuación, pero he visto recientemente por las redes sociales una de esas peticiones de change.org para que los niños vuelvan a estar en los colegios de Primaria hasta los catorce años y me estoy planteando si por higiene y salud no sería bueno firmarla. ¿Ustedes qué creen?

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