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Eritropsia

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Fer D. Padilla

Empieza siendo un cliché. Algo que suena casi estúpido. Una energía descomunal, invisible, tan obvia que la hacía anómala, poblaba esa noche la habitación 113. Pequeña y actuando como un refugio, su puerta parecía haber estado esperándole durante años. Los últimos coletazos del falso invierno de una cálida ciudad le daban a la dependencia un clima de gélida incertidumbre y algo en el interior del cuerpo del visitante allí presente comenzaba a provocarle continuos sudores fríos.

La vida fuera se apagó. Aquella ya rancia puerta parecía de alguna forma encantada con no volverse a abrir nunca más. Consciente del embrujo, él se detenía por un rato haciendo tiempo, acomodándose, contemplando qué podría pasar a partir de entonces, cavilando todas las posibles derivas. Los pensamientos gritaban en su cabeza. Le decían qué hacer, dónde mirar, cuántos pequeños pasos dar a dónde para hacer qué.

El sonido de esas ocurrencias era extenuante y él luchaba por entenderlas todas, organizarlas, responderles. Era imposible. Su cabeza era una pesadilla para sus sentidos. Nada se percibía real y, sin embargo, sus ojos eran capaces de retenerlo todo; sus oídos, de imaginar partituras en aire, su lengua paladeaba la escasez de palabras y sus manos el tacto de que aquello debía ser un sueño.

No podía ser real nada de lo que estaba ocurriendo, porque ya ni siquiera recordaba cómo había llegado hasta esa habitación. Pensamientos y sentidos continuaban su eterna guerra hasta que un aroma a frutos rojos comenzó a notarse en el ambiente, materializándose en una zarza que unía las cuatro paredes del dormitorio. Nervioso, esperaba que en cualquier momento todo el escenario se normalizara y se convirtiera en un lugar reconocible, cotidiano, mediocre.

Dio la espalda al cuarto y decidió permanecer inmóvil en su mente, exceptuando aquella cautivadora fragancia, en la que ahora depositaba absolutamente toda su atención.

Aquella presencia era real. Intangible pero demostrable. Se podía percibir aún sin llegar a entenderse lo más mínimo y cuando la asimiló fue demasiado tarde, pues en su intento no vio venir cómo aquel olor iba adquiriendo más y más vida con cada inspiración que el residente ejecutaba. Era una sensación tan extrañamente bienvenida que consiguió invadir aquel interior y vaciarla de todo rastro de ansiedad, provocándole un repentino giro sobre sí mismo, como si el propio eje de su cuerpo dibujase una perfecta analogía de lo que sería el resto de su vida.

De repente un sonido, una palabra y la imagen de una chispa que acabaría reventando el cosmos por completo. No hubo tiempo para decidir. No se dio plazo alguno para poder despedirse del universo conocido. Todo lo que tenía nombre hasta entonces estaba siendo devorado por aquella energía al mismo ritmo con el que dientes y garras aparecían pintados en primitivos murales que se abrían paso en la espalda del protagonista.

Su consciencia ya residía perdida en otro plano, el de la teñida realidad de un incendio que no se detuvo hasta consumir literalmente la carne de su antiguo yo. Alrededor, la estancia era el ojo de una tormenta eléctrica, si las tormentas pasaran por el infierno.

Tras suponer que aquel aroma a frutos persistiría por el resto de la noche, al visitante le tocaba el turno ahora de recuperar el control sobre otros de sus sentidos. Sus ojos y oídos seguían intentando absorber todo lo que allí pasaba, desesperados por recordar cada mínimo detalle.

Fuera del edificio, el sol salía.

Dentro, en medio de todo el fuego y la electricidad, el mundo real ya resurgía.

El residente apuraba el tiempo que le quedaba en aquel universo paralelo, pensando ya en ahorrarse tiempo colocando de cualquier manera las cosas de vuelta en la maleta.

Al final lo entendió todo. No era la habitación sino lo que allí había encontrado. ¡Vaya si lo comprendió! En el mismo momento en el que salió de aquel cuarto. Con el sol en el cielo, una maleta en la mano y en la cara, la eterna sonrisa de los esqueletos.

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