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Ocio sin lectura…

Libros

Camy Domínguez

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Cuando yo era adolescente fui de las primeras chicas de mi barrio en ir al instituto a hacer el Bachillerato. Sin llegar a ser ni de lejos brillante, mis maestros convencieron a mis padres de que tenía posibilidades de ser algo más que una chica de la limpieza de una casa de gente bien o el ama de casa en la mía propia. Lo cierto es que me gané a pulso la denominación de jadaria, pues era mayor mi afición a jugar en la calle o incluso a estudiar que a estar dándole a la escoba y la bayeta en casa y mucho menos limpiando mierda ajena.

A esas edades pocas faltas de ortografía tenía ya, se me daban bien los mecanismos de la gramática inglesa y me gustaba leer y de hecho me había leído más de la mitad de la biblioteca del cole donde estudié la primaria, incluida una loca tentativa de hincarle el diente a El conde Lucanor en castellano antiguo. Y si bien se me atravesaban un poco las matemáticas, las iba sacando con bastante esfuerzo por mi parte y paciencia por parte de mis maestros, que me dejaban arrestada de cuatro a cinco de la tarde.

Luego, al entrar al instituto, se demostró por fin que mi afición a los estudios era un fiasco y, para darme un escarmiento, tuve que repetir un curso en la mitad de la Secundaria, lo que me valió para agitar mis alas con fuerza y partir hacia el mundo del conocimiento sin vuelta atrás. En la universidad, cada año mis notas superaban a las del año anterior y finalmente logré doctorarme con los máximos honores, pero de esa experiencia queda un tachón en mi memoria, que por suerte no figura en mi expediente.

No es la primera vez que he contado sobre mácula que me hace sonrojar cuando la recuerdo. Fue una vez concluida mi licenciatura que decidí hacer una tesina a las órdenes de una mujer rigurosa donde las haya y que más tarde fue también mi directora de tesis. La doctora Álvarez Martínez, que desde entonces hasta hoy ejerce su labor en la prestigiosa Universidad de Alcalá de Henares, me invitó a su casa de Santa Cruz para hacerle entrega de un primer borrador de mi trabajo. Cuando lo recibió en sus manos, curiosa como siempre, ni esperó a estar a solas para ojearlo, sino que ahí mismo cogió un bolígrafo rojo y en la primera página rodeó la única falta de ortografía que había en más de doscientas páginas escritas de mi puño y letra y me advirtió con gravedad: “¡Camy, esto no se lo puede permitir una licenciada con tu nivel!”

Aquel dichoso hiato compuesto por dos vocales débiles a una de las cuales yo le había puesto tilde contraviniendo las reglas de acentuación me ha perseguido como un fantasma implacable hasta el día de hoy, más de veinticinco años después, y lo seguirá haciendo porque lo invoco muy a menudo sonrojándome ante mis alumnos cada vez que tengo que advertirles de que no deben hacer lo mismo si piensan encumbrarse escribiendo de la manera tan penosa que veo hacerlo a gente con cierto nivel, con carreras universitarias terminadas, de expertos en profesiones donde la palabra escrita cobra amplio protagonismo.

Lo peor de todo es que en cualquier instituto público de secundaria de nuestra comunidad autónoma puedes encontrar aulas de tercero y cuarto de la ESO, incluso de Bachillerato, con más de veinte alumnos donde es prácticamente imposible encontrar uno solo que no tenga ni una falta ortográfica en una redacción de medio folio. Y a esa edad es ya casi imposible erradicar estos vicios de escritura en su totalidad, habida cuenta de que lo que leen -esto es, el Whatsapp, el Instagram y otras redes sociales- no ayuda sino todo lo contrario, perjudica lo poco que de escribir correctamente a esa edad han podido aprender, compitiendo con otros focos de interés más entretenidos que la propia lectura de libros.

Por eso no me extraña que los profesores de la Universidad de La Laguna estén ahora alarmados con los niveles que muestran los alumnos que salen de la Secundaria y aterrizan en sus aulas universitarias. Y sinceramente no me parece solución deseable que ahora, para adaptarse a esos niveles tan paupérrimos, tengan que bajarse los niveles de lo que ha sido y debe ser una carrera universitaria con rigor.

Lo que ocurre es que esta sociedad ha pretendido que todo el mundo tiene que tener un título a toda costa y no se premia el esfuerzo ni la actitud de querer aprender, sino que hay que dar un título aunque no haya de base un conocimiento que lo represente. Es como si todos tuviéramos que entrar con calzador en un traje de la misma talla. Pues he ahí los resultados.

Es una razón más que me avala para pensar que nunca más tendremos genios tan brillantes (pintores, escritores, filósofos, músicos, científicos...) como los que hemos tenido hasta ahora. Ni siquiera alguien que los pueda valorar como tales. A las nuevas generaciones les valen como sucedáneos los charlatanes que salen en televisión hablando barraganadas o los malumas que se ganan el corazón de las pibitas con sus alardes machistas de que han conquistado a cuatro beibys. Pienso que ya hemos tocado el techo más alto y ahora al nivel del conocimiento de la humanidad le toca caer en picado. Cada día estoy más convencida de que es así.

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