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Soñadores

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Fer D. Padilla

Hay un cielo para los que sueñan despiertos.

No es que les espere algo grandioso más allá de la muerte ni nada parecido, quién sabe. Se trata más bien de un estado, un equilibrio en el universo que se encuentra pocas veces en la vida. Allí el tiempo no existe y sin tener consciencia de algo así, la realidad inevitablemente se deforma y todas las cosas, buenas y malas, se convierten en eternas. Cada cielo es radicalmente distinto del otro. El protagonista de este cuento no buscaba el suyo, porque ya había estado en él.

Una mañana había despertado en el mismo lugar de siempre y allí había aparecido ante él, como los primeros rayos de sol tras una helada. El universo perfectamente comprendido. Así de fácil. De repente, las cosas más pequeñas tenían una belleza asombrosa. De pronto, cada paso dado anteriormente ya tenía su razón.

Por la noche, mientras dormía, el Tiempo real lo esperaba. “No es un buen momento” -le decía al oído-. “No has hecho absolutamente nada para tenerlo todo” -insistía-. Y de alguna manera, el tiempo tenía razón. Nadie escapa a lo que dicta. Pero el soñador soñaba y estaba decidido a luchar por su cielo. A volar, como Ícaro, lo más cerca posible de él.

Soñaba y soñaba cada día. Cada noche, en la realidad, las mismas palabras susurradas.

Con la paciencia agotada, el Tiempo acabó por expulsar al soñador de su cielo y en medio levantó un muro, tan alto como nunca se había visto, que lo obligó a dejarlo todo atrás. Como si no hubiera pasado nada. Lo había perdido tan inesperadamente como cuando lo encontró.

No comprendía nada. Los gruesos ladrillos de aquel muro, apilados improvisadamente, fueron testigos del daño que sufrieron aquellas manos golpeando por muchos meses. Dejó de hacerlo cuando empezó a sentir que, a raíz de ese dolor, ya todos esos sueños comenzaban a desaparecer. No quería perderlos. Ni los recuerdos, ni las ideas y objetivos.... Sin embargo y como cada noche, allí seguían las mismas palabras del tiempo, siempre sonando.

Dejó de llamar pero se juró que, con muralla o sin ella, seguiría esperando, pasara lo que pasara, continuando su vida fuera del muro tanto como fuera necesario. Nuevas personas, nuevos lugares, nuevos momentos lo rodeaban como si de un caos urbano se tratase. Como lo que era realmente. Y las alegrías, las tristezas, las decepciones, lo normal en definitiva… continuó.

La vida fuera era divertida, toda una aventura. Pero sabía que, por mucho que se alejase de aquel muro, no iba a encontrar algo como aquellos rayos de sol atrapados tras aquella gran pared.

Ya el muro se veía con una media sonrisa y un quéselevaahacer en la mirada. No quedaba más que vivir mucho, lo suficiente como para ganarse de vuelta ese cielo.

Y esperar, claro.

Esperar a que el muro caiga y poder cumplir su mayor sueño.

O esperar hasta que el tiempo se acabe. Lo que ocurra antes.

Mientras tanto, la vida sigue…

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