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Lo que nadie sabe

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Indra Kishinchand López

Santa Cruz de Tenerife —

Lo que nadie sabe es lo que sucederá cuando encuentre una sonrisa en el sofá al llegar a casa. Lo que nadie sabe es que de Madrid se ha escrito muchas veces, pero nunca se ha dicho cómo sobrevivir a una ciudad en la que la ausencia solo duele al volver a casa; pasear por Fuencarral a las cuatro de la mañana y darse cuenta de cómo cambia el asfalto a medida que avanza el tiempo. Lo que nadie sabe es que yo pensaba que todo podía arreglarse con un espejo y la verdad y me encontré de frente con un muro; una pared negra pintada de mentiras que aún niego porque estaban teñidas del mismo color que mis probabilidades.

Lo que todo el mundo sabe es que las expectativas siempre son freno y evolución. La eterna pregunta de si merece la pena esperar felicidad por parte de otros se autorresponde cuando ni siquiera esperas nada de ti mismo. Eso lo sabemos todos, pero actuamos como si fuera una realidad paralela a la que no acudir mientras la supuesta vida siga.

Yo hay cosas que no le he contado a nadie y sospecho que todo el mundo las sabe. Puede que los secretos más profundos sean los que mejor se intuyen; y sin embargo, qué bonito guardarlos y pensar que nadie imagina tus miedos. Y qué ridículo creer que eres el dueño de tus tormentos y que no hay persona en el mundo que no los conozca por cómo hablas, por el modo en el que sonríes o dejas de hacerlo, por la manera que tienes de callar y mirar a los desconocidos. Qué absurdo recapacitar sobre la lealtad y llegar a la conclusión de que la traición cambia cada minuto y que esa infidelidad es irremediable.

Lo que nadie sabe es que la última vez que escribí una carta la rehice siete veces y las quemé todas hasta que la séptima la eché en un buzón sin destinatario ni remitente. Quería despedirme diciendo todo lo que me había importado y fui incapaz de plasmar el desamor que se había colado dejado en la mesilla de noche junto a mi libro favorito. Deseaba decir “hasta siempre” sin que sonara a un “hasta nunca” porque suponía que entonces se haría real. Lo que yo quería era no decir nada. No hablar, no escribir cartas, no cantar, no pensar, no salir; pero tuve que enfrentarme, otra vez, a mis equivocaciones, tan duraderas ellas, tan efímera yo.

Me equivoqué incluso en el  modo de pedir perdón, aunque ahora sé que, una vez se me haya olvidado, brindaré en el mismo bar con un recuerdo ausente y con la memoria pegada al cerebro. Todo lo que podría haber sido y nunca fue a veces es más de lo que no fue. O simplemente no haya sido y no hay excusa suficiente para matar la culpa.

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