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The Guardian en español

Así acabó la era de las experiencias con la revolución digital

Las encuestas sobre gasto de la Oficina Nacional de Estadística británica revelan que no se consumen objetos sino experiencias.

Simon Jenkins

Esta semana salí de la burbuja de pesimismo que me envuelve y me percaté de un hecho surrealista. Kodak ha recuperado las películas Ektachrome para dar respuesta a una demanda creciente de películas tradicionales de gama alta. Me pregunto si estamos hablando de la misma empresa Kodak que en 2012 se declaró en quiebra, después de que se evaporaran 47.000 puestos de trabajo, cuando, según los profetas, la revolución digital alcanzó la mayoría de edad.

Y este no es el único indicador. Las ventas de discos de vinilo vintage se han disparado, han alcanzado el nivel máximo de los últimos 25 años y ha sido necesario reabrir fábricas para producirlos. Las ventas de los libros en papel también se están recuperando y cada vez se ven menos dispositivos para libros electrónicos en las estanterías. Los clubs de ganchillo están de moda, como también lo están los gin-tonics y el baile de salón. Para viajar en un tren de vapor es necesario reservar. Incluso los canales se están quedando sin amarres. Por lo que respecta a cualquier tipo de actuación en vivo, es un negocio tan lucrativo que se gana mucho dinero vendiendo y revendiendo entradas.

Se tendría que ser muy necio para no reconocer el asombroso papel que ha desempeñado el sector digital. Sin embargo, su importancia no va unida a las sensaciones que despierta en los usuarios. Tengo la impresión de que muchos usuarios se han cansado del ritmo imparable de la revolución digital, así como de sus fanfarronadas constantes y los nubarrones en el horizonte.

Los hackers, los virus, los trolls, los pedófilos, las noticias falsas y la ciberguerra son referencias constantes en Internet. Me cuentan que la mayoría de las ofertas de empleo para informáticos quieren cubrir vacantes en la industria de los juegos y las apuestas online y para garantizar la seguridad informática.

Escéptico desde los inicios de la revolución digital, el autor Evgeny Morozov, que escribe sobre avances tecnológicos, alertó de los peligros de un Internet que rechaza la moralidad. Surgen nuevos algoritmos y los chips son cada vez más potentes, pero nadie se ha planteado cuestiones éticas sobre el bien y el mal, como si con el gran Dios de las matemáticas no fuera necesario. Solo hace falta recordar la respuesta que dieron el año pasado Facebook y Google cuando estalló el escándalo de las noticias falsas. Afirmaron que los problemas éticos no son asunto suyo.

Ya no parece que Internet nos proporcione una mayor libertad personal; más bien se parece a la anarquía monopolista que encumbró a los magnates ferroviarios del siglo XIX. Esa revolución también fue perturbadora, tanto desde un punto de vista económico como social. El desplazamiento ya no era lento sino rápido y terminó con la privacidad de los viajeros. Transformó las relaciones sociales, destruyó comunidades enteras y dio más poder al Estado. El ferrocarril fue una bendición y, al mismo tiempo, hacía ruido, era peligroso y podía ser feo.

Algunas personas influyentes, como el escritor John Ruskin y el poeta William Wordsworth se opusieron a esta revolución. Otros optaron por reivindicar el pasado. Construyeron estaciones de ferrocarril que parecían viejas casas de campo. La de Euston era como un templo griego mientras que la de St Pancras, parecía un ayuntamiento de Flandes. La modernización desenfrenada trajo consigo un movimiento que defendía la estética clásica. Se construyeron nuevas iglesias de estilo medieval, las novelas tenían un estilo gótico y el arte, prerrafaelita. Muchos se protegieron e intentaron bloquear un proyecto de ferrocarril que percibían como grande, perjudicial y negro como el hollín.

Cuando las revoluciones se asientan es necesario un proceso de ajuste. Con el tiempo se aprobaron leyes que regulaban la red de ferrocarril y su imagen fue mejorando. De la misma forma, ahora estamos intentando discernir cuáles son las cuestiones más relevantes de la red; qué es beneficioso y qué es perjudicial. Me gusta comprar por Internet pero no me gusta hacer gestiones bancarias por Internet. Soy usuario de la economía 'gig' o de 'los bolos' [sistema en el que predominan las contrataciones concretas para una actividad puntual] pero me da miedo que destruya la cohesión de mi barrio. Me fascina la inteligencia artificial pero me horroriza la obsesión de las agencias públicas por la vigilancia electrónica.

El resurgimiento de la tecnología retro no es negativa y tampoco un capricho hipster. Mi teléfono fijo funciona mejor que mi móvil y mi radio FM es mejor que la digital. Los fotógrafos afirman que las fotografías reveladas son mejor que las digitales. Y un DJ sabe que un disco de vinilo tiene unos graves más profundos.

En su estudio sobre la artesanía, el sociólogo Richard Sennett señaló que estamos programados para hacer cosas con las manos. “Lo hacemos por el mero hecho de hacerlo”, incluso si un ordenador podría hacerlo por nosotros. Esto incluye actividades tan dispares como tocar música, cuidar el jardín, pintar, cocinar y, evidentemente, viajar. De hecho, cuando se jubilan muchos trabajadores cualificados se sumergen en un mar de actividades de este tipo.

Estaba reflexionando sobre la última historia de terror de cómo el futuro digital terminará con muchos puestos de trabajo cuando leí un artículo sobre cómo las esposas de los altos ejecutivos financieros se gastan las bonificaciones de sus maridos. La mayoría se decantan por negocios que ofrecen “experiencias”: vacaciones, decoración de interiores, entretenimiento, estética corporal y tutores para los hijos. Eso sin contar el ejército de jardineros, entrenadores personales, terapeutas, subastadores, abogados, médicos y contables cada vez más expertos en separar “el patrimonio neto” de aquellos que lo tienen.

Se gastaron cada céntimo en servicios que requieren mucha dedicación por parte del proveedor. Obviamente, no todo el mundo está casado con un alto ejecutivo del sector financiero, pero las encuestas sobre gasto de la Oficina Nacional de Estadística británica revelan que no se consumen objetos sino experiencias.

Esta es la nueva economía de servicios de la que dependerá la prosperidad del Reino Unido tras el Brexit.

La digitalización ha hecho que nos situemos más allá de los objetos. Estamos pasando de la era digital a la era de las experiencias. En este caso, las nuevas tecnologías están al servicio de disfrutar de esta experiencia y no son una experiencia en sí mismas. La genial Ada Lovelace, considerada la primera programadora informática, ya lo había avanzado en el siglo XIX. Es la “economía de la vida”; de Ticketmaster a Tinder.

Me parece una tendencia muy alentadora. Indica que somos capaces de asimilar una revolución sin desgarrarnos; la prueba concluyente de la solidez de una civilización. Y hace que todas nuestras otras insatisfacciones parezcan menos graves.

Traducido por Emma Reverter

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