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The Guardian en español

La cadena de errores humanos que conduce a una muerte indigna en prisión

Las últimas palabras del reo antes de morir fueron: "mi cuerpo está ardiendo".

Ed Pilkington

Nueva York —

El 10 de octubre de 2014, el estado de Oklahoma abrió a los periodistas –the Guardian entre ellos– las puertas de su cárcel de máxima de seguridad de McAlester para presumir de su nueva sala de ejecuciones de última generación. La administración penitenciaria invirtió 106.000 dólares (unos 95.000 euros) para crear la máquina de matar perfecta que aplicara los últimos avances en ciencia y tecnología –ultrasonido, monitores de corazón y de presión sanguínea, interfonos y cámaras digitales– para garantizar ejecuciones indoloras e infalibles.

Fue un momento importante para Oklahoma, que tenía mucho que demostrar. Seis meses antes, el estado llevó a cabo una de las ejecuciones más repulsivas de la historia reciente. Ataron a Clayton Lockett, asesino y violador condenado, a una camilla y durante los 43 minutos siguientes procedieron a clavarle agujas. En ese tiempo se vio cómo se retorcía y gemía hasta que murió.

A raíz del espectáculo de terror de Lockett, la administración penitenciaria de Oklahoma nos invitó en esa mañana soleada de octubre, para demostrarnos a nosotros –y a través de nosotros al mundo– que habían aprendido la lección de ese terrible momento. En el futuro, Oklahoma utilizaría un sistema de comprobaciones y equilibrios libre de fallos para garantizar que se mata a los prisioneros con decencia y dignidad.

Dos años después, un informe de un jurado de 106 páginas publicado este jueves cuenta una historia muy diferente. Revela que, en cuestión de días desde esa visita a la moderna sala de ejecuciones, varias autoridades del Estado llevaron a cabo una serie de actuaciones que condujeron a la ejecución de Charles Warner usando una sustancia totalmente equivocada, sin que ni siquiera nadie se enterase.

A finales de octubre de 2014, el director del departamento penal se reunió con un médico y un enfermero, que formaron el equipo que colocaría la intubación intravenosa en las venas de Warner, a través de la cual se le inyectarían sustancias letales. En el encuentro, y en conversaciones posteriores, el director habló del protocolo de ejecuciones y de los fármacos a utilizar, “pero nunca proporcionó al líder del equipo de intubación una copia escrita del protocolo”.

De hecho, el enfermero declaró al jurado que no tenía ni idea de lo que implicaba su papel hasta que le dieron formación práctica el día anterior a la fecha marcada para la ejecución de Warner. La organización fue tan mala que no se enteró de que su trabajo era ayudar a preparar las jeringuillas hasta el propio día de la ejecución.

Acetato de potasio, y no cloruro de potasio

El informe también explica cómo obtuvo el Estado las sustancias de la inyección letal para la ejecución de Warner, un trabajo complicado debido al boicot ético que las empresas farmacéuticas y los gobiernos imponen a las autoridades penitenciarias de EEUU. Bajo el protocolo de ejecución antiguo, hacían falta tres funcionarios de Oklahoma para ir en persona con una prescripción escrita para obtener sustancias para la inyección letal.

En el caso de Warner, un alto cargo del departamento penal identificado solo como “responsable A” las pidió por teléfono. En noviembre de 2014, solo un mes después de la visita de los periodistas a la impoluta sala de ejecuciones, el farmacéutico anónimo de turno encargó cinco cajas del sedante midazolam y seis cajas de solución de cloruro de potasio, un químico tóxico que paraliza el corazón del reo.

El farmacéutico usó una web de venta al por mayor para comprar las sustancias, pero encargó por error acetato de potasio, un químico totalmente distinto del cloruro de potasio que establece el protocolo. “En mi cabeza no pensaba en cloruro de potasio, porque lo miraba y decía, bueno, es potasio. Mentalidad de farmacia frente a quizá una mentalidad de derecho, supongo”, declaró el farmacéutico al jurado.

En las 27 páginas siguientes, el informe del jurado explica la travesía de los químicos equivocados desde la farmacia hasta las venas de Warner con un nivel de detalle surrealista, que le hace parecer un pasaje de Alicia a través del espejo. En cada fase del proceso, el flagrante error en las sustancias de la inyección letal se dejaba pasar.

En la mañana de la ejecución de Warner, el “Agente 1” fue a la farmacia y recogió los químicos letales. Para eso, el funcionario tuvo que rellenar un formulario oficial, pero como no preguntaba sobre las sustancias, recibió el paquete despreocupadamente.

La caja con los fármacos equivocados fue al “responsable 1”, que la abrió, sacó los viales y los alineó para fotografiarlos. Como marca una de esas comprobaciones de las que presumen en el nuevo sistema, rellenó un formulario de “sustancias de ejecución”, señalando que recibió 20 viales de midazolam y 12 de acetato de potasio. Declaró al jurado que no se dio cuenta de que el acetato era un error.

A las cuatro de la tarde, el médico y el enfermero que formaron el equipo de intubación llegaron a la cárcel y tomaron posesión de los fármacos. No se dieron cuenta de que en los viales ponía acetato de potasio y no cloruro de potasio. “Debería haberlo visto. No me di cuenta. Se me pasó... Lo arruiné”, manifestó el médico ante el jurado.

Después llegó un “equipo de operaciones especiales” liderado por el “responsable A”, que debía inyectar las sustancias al hombre condenado. Comprobaron con cuidado que las etiquetas de todas las jeringuillas decían cloruro de potasio, pero no las compararon con las etiquetas de los viales.

Sus últimas palabras: “mi cuerpo está ardiendo”

La muerte de Warner se certificó a las 19:28 del 15 de enero de 2015, tras inyectarle el acetato de potasio equivocado. Antes de morir, Associated Press oyó a Warner decir “mi cuerpo está ardiendo”.

En las horas y días posteriores a la ejecución, muchas otras autoridades del estado investigaron la muerte de Warner. Analizaron el papel del “responsable A”, el director de instituciones penitenciarias de Oklahoma, los funcionarios que hicieron el inventario de la bolsa del cadáver, el equipo médico que hizo la autopsia, un funcionario de prisiones que hizo una “revisión de garantía de calidad”, la dirección de la administración penitenciaria al completo y el personal de la oficina del gobernador. Ninguno de ellos detectó ningún problema.

El misterio no se resolvió hasta ocho meses después de la ejecución de Warner, cuando el estado se preparaba para matar a su siguiente prisionero, Richard Glossip. Al igual que antes, el “responsable A” abrió el paquete de fármacos pero esta vez sí se dio cuenta de la diferencia entre las etiquetas. Decidió no contar a nadie el error. Solo cuando el equipo de intubación reparó por separado en la diferencia sonaron finalmente las alarmas, y la ejecución de Glossip se suspendió.

Tras desvelar esa retahíla de errores, el jurado ha utilizado un tono duro, como era de esperar, en sus conclusiones. El farmacéutico fue negligente, el “responsable A” no hizo su trabajo, la forma en que se obtuvieron las drogas fue “como mínimo cuestionable” y la mayor parte del personal de prisión implicado en la ejecución malinterpretó sus propias normas.

Es un reproche extraordinario, más aún porque ocurrió muy poco tiempo después del espectáculo de la sala de ejecuciones de última generación. Somete a Oklahoma, y por extensión a todos los Estados con pena de muerte que se aferran a esta forma de castigo brutal, a una pregunta difícil: ¿se puede confiar en protocolos que dependen de la interpretación humana, y que por lo tanto son vulnerables al error humano, para algo tan grave como quitar la vida a una persona?

Traducción de Jaime Sevilla Lorenzo

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