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Adiós a la política

Puigdemont, votando en el referéndum del 1-O.

Carles Campuzano

Portavoz del PDeCAT en el Congreso —

La puesta en marcha del artículo 155 de la Constitución es un error mayúsculo y de consecuencias imprevisibles. Y es un error, fundamentalmente, porque supone renunciar a buscar una solución política dialogada y acordada a la cuestión política más grave que tiene planteado el Estado español desde la reinstauración de la democracia, después de la muerte de Franco. La aplicación del artículo 155 va implicar, necesariamente, el uso de la fuerza del Estado para garantizar su cumplimiento ante la más que previsible resistencia pacífica de la ciudadanía a su efectiva aplicación.

Bernard Crick, en su imprescindible, “En defensa de la política”, nos explicaba que si un grupo numeroso de ciudadanos es frustrado en todas sus ambiciones surge el peligro de que abandonen los métodos políticos y nos recordaba que la política es la capacidad de hallar posibles sustitutos a reivindicaciones imposibles. Para el Estado, para el Gobierno, para el PSOE, durante el pleno que aprobó las denominas leyes de de desconexión, las instituciones catalanas se situaron fuera de la política, desbordando la legalidad y para estos mismos actores el derecho a decidir y la independencia son reivindicaciones imposibles. Es su mirada, no la nuestra, ciertamente, pero aceptamos la lógica del Estado y de esos partidos, por unos instantes; y aquello que debemos denunciar entonces es que nadie en el Gobierno y en la oposición mayoritaria quiere asumir que ese “desbordamiento” es el resultado de una negación sistemática a encontrar soluciones a las demandas catalanas durante los últimos 7 años, como mínimo.

Unas demandas que son muy claras y que tienen que ver con dos conceptos fundamentales, tales como reconocimiento y justicia. Reconocimiento como sujeto político de Catalunya, o sea coma nación con plena capacidad de decidir su destino político, o sea el referéndum pactado; y justicia entendida como un trato político adecuado a las legitimas demandas, preferencias y necesidades de la sociedad catalana, especialmente en los ámbitos de la financiación, la lengua, la cultura, la educación y las infraestructuras.

No haber hecho la política que tocaba frentes a esas demandas, ampliamente mayoritarias en Catalunya, sino la radicalmente contraria durante estos años explica la gravedad y la complejidad del panorama que se ha ido construyendo durante estos años. En este sentido la incompetencia, el dogmatismo y la irresponsabilidad del actual Gobierno son infinitos. El denominado choque de trenes estaba más que anunciado. Todo ello es más grave, además, si nos remontamos a la campaña del PP contra el Estatuto de Autonomía de Catalunya del 2006 y a la funesta sentencia del Tribunal Constitucional de 2010, que rompió el pacto entre Catalunya y España sobre la intensidad y profundidad del autogobierno de Catalunya y liquidó el reconocimiento del derecho de los catalanes a que en última instancia pudiesen decidir si aceptaban o no ese pacto entre el Congreso y el Parlament que es el Estatut aprobado por las Cortes, tal y como establece la Constitución. El daño fue profundo, tal y como proféticamente anunció el editorial conjunto de toda la prensa editada en Barcelona de noviembre de 2009 y que se titulaba “la dignidad de Catalunya”

Pero además, la renuncia a la política para encontrar soluciones a las demandas catalanas también tiene un precio alto para el conjunto de la sociedad española. Y ese precio es sacrificar la democracia y la libertad en nombre de la defensa de la unidad de España. Las cargas policiales contra los ciudadanos que protegían los colegios electorales durante la jornada del 1 de octubre, las acciones penales, incluida la prisión provisional para los líderes de la ANC y Òmnium Cultural, la utilización de la Audiencia Nacional como tribunal de excepción y la más previsible represión que el Estado deberá d imponer en Catalunya si pretende liquidar el autogobierno catalán suponen, en su conjunto, recortar y degradar la democracia y la libertad de España. Y quien no lo vea así, trata a Catalunya como una tierra ajena, sin importales los derechos de los catalanes que defendemos el derecho a decidir y la independencia. Pero es que además, si la sociedad civil española es indiferente a estos castigos asumirá que está dispuesta a pagar el precio de la libertad y la democracia.

La solución solo puede ser política, que quiere decir dialogada y con voluntad de acordar, y debe de partir de la realidad de los hechos. En primer lugar que la sociedad catalana se considera nación y, por tanto, sujeto político con derecho a decidir su futuro. Lo viene siendo así desde principios del siglo XX, con el primer catalanismo de Prat de la Riba y Cambó, aunque podríamos remontarnos a siglos anteriores. En segundo lugar que, como mínimo, para la mitad de la población catalana la Constitución está deslegitimada y por tanto se siente libre para no someterse a ella; es lo que sucedió el 9 de noviembre de 2014, y lo que volvió a suceder el 1 de octubre, a pesar de la brutal intervención del Estado. Y no será la aplicación del artículo 155 aquello que va a restaurar la legitimidad y la fe en la Constitución en Catalunya y va promover el dialogo con voluntad de acuerdo. Todo lo contrario.

En 1977 y 1978, quienes políticamente protagonizaran la Transición tuvieron la enorme inteligencia de reconocer la realidad política catalana tal y como era y para entender claramente que sin una solución imaginativa y innovadora a las demandas catalanas (restauración del autogobierno republicano liquidado por Franco, reconocimiento nacional, trato justo a las principales demandas de la sociedad catalana) no sería posible alcanzar y consolidar la democracia en España. Se alcanzó un acuerdo. Catalunya renunció a la autodeterminación, que estaba en el programa de socialistas, comunistas y nacionalistas durante el franquismo, a cambio de la configuración de un autogobierno amplio y abierto, con capacidad de ampliarse progresivamente (artículo 150.2 de la Constitución), cuya legitimidad era previa a la Constitución (retorno del Presidente Tarradellas en octubre de 1977, después de las elecciones del 17 de junio de ese año), con reconocimiento nacional (inclusión del termino nacionalidad), con trato justo para la lengua catalana como lengua propia de Catalunya y con reconocimiento de la soberanía de los ciudadanos de Catalunya sobre el nivel de autogobierno con el establecimiento de los referéndums de ratificación sobre su Estatuto (articulo 151 y Disposición Transitoria Segunda). Un pacto que entró en crisis a raíz del golpe de estado de 1981 y que durante décadas el nacionalismo catalán batalló por recuperar, con algunos éxitos notables entre 1993 y 1999.

Hoy, el Gobierno ha decido renunciar a la política y volver a la fuerza para su imponer su visión. Retrocedemos 40 años.

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