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Rajoy y su desahucio de la Moncloa

El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, atraviesa las puertas de dependencias del Palacio de La Moncloa. / Foto: EFE/Sergio Barrenechea.

Francisco J. Bastida

Catedrático de Derecho constitucional. Universidad de Oviedo —

Se acepta como un dato incontestable que Rajoy ganó las elecciones. En sentido metafórico y como cabeza más visible del PP, partido que ganó en número de votos y de escaños, puede admitirse la afirmación, pero en términos parlamentarios no es así. Si las elecciones en España fuesen para elegir presidente del Gobierno, con los resultados del 20D en una primera vuelta habría ganado Rajoy, pero en una segunda, a la que pasasen los dos candidatos más votados en la primera, el ganador sería Sánchez si unieran su fuerzas los partidos de izquierda, y con más claridad aun si el incentivo principal fuera que no siguiese como presidente Mariano Rajoy.

En España no hay elecciones presidenciales, rige un sistema parlamentario, y no tiene por qué convertirse en presidente del Gobierno el líder del partido que ganó las elecciones, sino aquel candidato que consiga más apoyos de los diputados del Congreso. Todos los líderes políticos pretenden revestirse de un halo presidencialista, aunque vivan en un sistema parlamentario; el problema es que en este sistema ese ego no encuentra el drástico freno que aporta un sistema presidencial de elección a dos vueltas. El fracaso del 20D, con un Mariano Rajoy de permanente presidente en funciones, se debe en gran parte a que en la negociación a tres bandas -PSOE, Podemos y Ciudadanos-. Pablo Iglesias jugó con la baraja parlamentaria de negociar un inasumible acuerdo de gobierno para, en realidad, confrontar su liderazgo presidencial con Pedro Sánchez, pensando en un posible sorpasso el 26J. Éste, a su vez, puso sobre el tapete la baraja presidencial para sentenciar que votar en su contra era igual a mantener a Mariano Rajoy en la presidencia del Gobierno. Tras el 26J, los líderes políticos siguen con esa dinámica presidencialistas que tanto le gusta a ellos y a los medios de comunicación. Para unos, Rajoy tiene que ser el nuevo presidente, porque ganó las elecciones. Para otros, como Pablo Iglesias y en directa alusión al PSOE, abstenerse ahora en una investidura presidencial de Rajoy es convertirse en socio del PP. Habría que recordarle que ese mismo argumento podría aplicársele a él en la votación en contra de la investidura presidencial de Pedro Sánchez y nos habríamos ahorrado unas elecciones y seguramente un nuevo gobierno del PP.

Los resultados del 26J hacen prácticamente imposible un gobierno en torno al PSOE y todos los grupos abominan de unas terceras elecciones. También se descarta un gobierno de gran coalición PP+PSOE. Con estas premisas parece lógico que gobierne el PP en minoría, pero eso no quiere decir que no se pueda elegir al presidente del Gobierno. Si algo se ha cuestionado en las elecciones del 20D y del 26J es la dignidad política de Mariano Rajoy para ser presidente. Al margen ya de la política de recortes sociales llevada acabo en estos cuatro años, la oposición le ha incapacitado para continuar en el cargo por su reiterada complacencia con la corrupción en su partido, por su indecente protección personal a los implicados, por el uso partidista de las instituciones, singularmente del Tribunal Constitucional, e incluso por mantener en su cargo de Ministro del Interior a alguien que utilizó sus privilegiados medios para perseguir a los adversarios políticos, o sea, a un delincuente, cuya inocencia hay que presumirla desde el punto de vista procesal, pero no políticamente a la vista de las grabaciones divulgadas.

Previo a un desacuerdo con las políticas del PP, el veto de la oposición a Mariano Rajoy ha sido un veto a su persona como dirigente político. Las políticas son negociables, los vetos personales no. Rivera dilapida su caudal de credibilidad e inicia un camino de perdición si niega lo evidente y cae en la mentira de afirmar que nunca vetó a Rajoy para continuar en la Moncloa. Directamente le dijo en el debate televisado que diese un paso atrás, que había en el PP gente limpia que podía asumir el liderazgo. La mentira se la debe dejar a los viejos políticos como Felipe González, al que habría que preguntarle qué parte del NO de Sánchez y del PSOE a Rajoy no ha entendido. No siempre es fácil cumplir las promesas electorales, pero ésta lo es.

Es posible que para ahuyentar el drama de unas terceras elecciones haya que abstenerse y dar paso a un gobierno del PP, pero eso no implica dar paso a Rajoy y a su manera de hacer o no hacer las cosas. Desde el punto de vista parlamentario, el gobierno será del PP, aunque su política al estar en minoría no será igual a la de los cuatro últimos años. Pero, desde el punto de vista presidencial, el gobierno no tiene por qué estar dirigido por Rajoy y está en la mano de la oposición conseguirlo. Si la promesa electoral de desahuciar a Rajoy de la Moncloa fuese firme, la ronda de contactos que éste acaba de mantener con los demás líderes políticos tendría que servirle para ser consciente de que él es un estorbo para la formación del gobierno.

En tal caso debería facilitarle la tarea al Rey y proponer a otro candidato de su partido. Mantenerse enrocado en su posición de no hacer nada, como tras el 20D, expondría al Rey a actuar más allá del comedido impulso institucional que le reserva la Constitución para proponer un candidato a la Presidencia del Gobierno. No parece probable que Sánchez recoja en esta ocasión el guante para reeditar un fracaso más sonoro que el anterior, así que, salvo que Rajoy se quite de en medio, al Rey no le quedará más solución que obligarle a someterse a la investidura. Para ello, tendría que comunicar formalmente al presidente del Congreso el nombre de Rajoy como candidato. El presidente deberá convocar al Pleno, que procederá al debate de investidura y a la posterior votación. Si la oposición cumple su promesa del NO a Rajoy, éste cosechará más votos en contra que a favor y el Rey, según el art. 99 de la Constitución, deberá hacer una nueva propuesta, que tendría que recaer en otro candidato sugerido por el PP y que no suscitase el rechazo personal de Rajoy. A partir de aquí es cuando los partidos podrían valorar su apoyo al nuevo candidato (caso, por ejemplo, de C’s) o la abstención (caso del PSOE) como mal menor ante el peligro de nuevas elecciones, y con el horizonte de un gobierno necesitado de pactos y de una oposición que unida puede impulsar una legislación distinta a la proyectada por el Gobierno. Tras el 26J, para la oposición no es un fracaso que haya un gobierno del PP; ese fiasco ya se produjo tras el 20D. Pero será un fracaso si no es capaz de desahuciar de la Moncloa a Mariano Rajoy. Para ello no hay que consultar a las bases, basta con asumir la responsabilidad contraída con los votantes.

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