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¿Cuándo empezó el golpe a la democracia?

Diego Villafañe Díez

Fiscal —

La noche del 10 de enero de 2016 el entonces alcalde convergente de Girona recibió por obra y gracia de la Candidatura de Unidad Popular (CUP) –organización política asamblearia, independentista y anticapitalista– un intempestivo e inesperado aguinaldo para muchos catalanes: el privilegio de ostentar el tratamiento de Molt Honorable Senyor President de la Generalitat de Catalunya.

La investidura como President del tercer candidato de la lista de Junts pel Sí por la circunscripción de Girona iniciaba su mandato con una rotunda afirmación: “tenemos que empezar a caminar a la luz de la declaración del 9N para iniciar el proceso de constitución de un estado independiente”. El nuevo President marcaba así la hoja de ruta hacia el abismo en que nos encontramos actualmente siguiendo la estela de su antecesor –Artur Mas–, condenado por el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya por un delito de desobediencia tras rebelarse contra la suspensión ordenada por el Tribunal Constitucional del proceso participativo del 9 de noviembre de 2014.

La deriva secesionista desde entonces por parte de las instituciones catalanas no se ha detenido pese a las resoluciones revocatorias del máximo intérprete de la Constitución. Ese camino hacia la Ítaca separatista ha estado salpicado de hitos abiertamente antidemocráticos y claramente contrarios a la legalidad constitucional y al marco normativo que todos los españoles nos hemos otorgado. El golpe asestado al Estado de Derecho por los gobernantes de esta satrapía en que han convertido Catalunya se prolonga en el tiempo desde el mismo instante en que comenzaron a actuar contra las reglas elementales de nuestro sistema democrático y en desobediencia abierta a las órdenes y resoluciones de los tribunales.

Uno de esos hitos hacia la tierra prometida fue la modificación del Reglamento del Parlamento de Catalunya a finales del mes de julio, que permitió aprobar las leyes de desconexión sin debate alguno al eliminar la formulación de enmiendas por la oposición y autorizar que los grupos parlamentarios pudieran impulsar la tramitación por lectura única de proposiciones de ley; en este caso, dos de suma relevancia: la ley del referéndum y la ley de desconexión.

Un segundo hito de esta senda ilegal tuvo lugar los días 6 y 8 de septiembre cuando, en un Parlament semidesierto, los diputados de Junts Pel Sí y de la CUP –al que se unió un diputado no adscrito por su investigación en el caso del 3%– aprobaron por una exigua mayoría la Ley del referéndum de autodeterminación vinculante sobre la independencia de Catalunya y la Ley de transitoriedad jurídica y fundacional de la República, ambas rotundamente contrarias al texto constitucional y al propio Estatut de Autonomía, derogado éste expresamente por la segunda de las leyes citadas sin contar con las mayorías cualificadas que aquél exige, incluso, para su propia reforma.

Un tercer hecho notable de este camino hacia el abismo de la propia sociedad catalana tuvo lugar el día 1 de octubre. En esta fecha se celebró, pese a la suspensión por el Constitucional de la nueva afrenta rupturista y la orden expresa del TSJ de Catalunya, un pseudo-referéndum a cuya participación animaron los gobernantes catalanes. El incierto escrutinio de esa votación ilegal y carente de las garantías propias de un Estado democrático y de Derecho dio lugar al reciente –pero probablemente no el último– de los lamentables acontecimientos habidos en la política catalana, que no es otro que la comparecencia del President de la Generalitat en el Parlament en la que manifestó con solemnidad asumir el mandato del pueblo de que Catalunya se convierta en un estado independiente en forma de república para, acto seguido, proponer al mismo Parlament suspender los efectos de la declaración de independencia. Pues bien, esa sinuosa afirmación del Molt Honorable Senyor Puigdemont conculca incluso la propia legalidad paralela elaborada por los parlamentarios independentistas, toda vez que el artículo 4.4 de la Ley de Transitoriedad Jurídica dispone expresamente que “si en el recuento de los votos válidamente emitidos hay más afirmativos que negativos, el resultado implica la independencia de Catalunya”, para lo que el Parlament celebrará una sesión ordinaria a fin de efectuar la declaración formal de independencia.

El sometimiento a la ley y al Derecho parece no ser una de las mayores querencias del President número 130 de la Generalitat por cuanto en su odisea no solo quebranta el marco constitucional y la legalidad española, sino que su propia ley de transición nacional aniquila uno de los principios básicos del Estado de Derecho moderno: la separación de poderes. Y es que debemos recordar que la Ley de Transitoriedad Jurídica suspendida por el Tribunal Constitucional dispone el nombramiento del Presidente del Tribunal Supremo catalán por el President de la Generalitat (art. 66.4), determina el nombramiento de los fiscales por el departamento competente en materia de Justicia (art. 68.3), asigna a una Comisión Mixta formada, entre otros, por el consejero de Justicia del Govern de la Generalitat la función de proponer el nombramiento de las presidencias de las distintas Salas del Tribunal Supremo y de las Audiencias Provinciales, así como participar en los procesos selectivos de jueces y magistrados (art. 72.2), o proclama el sobreseimiento o anulación de los procesos penales contra investigados o condenados por conductas que busquen un pronunciamiento democrático sobre la independencia de Catalunya (art. 79.4).

En definitiva, el actual President –desprovisto de la alforja del Derecho en su ilícito periplo– ni siquiera acata ya sus propias normas legales, actúa desde el Ejecutivo autonómico como autoridad omnímoda y suprema de Catalunya, ajeno a cualquier control judicial y parlamentario, insurrecto frente a la legalidad y al Estado de Derecho que tanto nos ha costado a todos conquistar. Desgraciadamente para muchos de nosotros, Catalunya se ha instalado en una autocracia chavista muy lejos de la democracia de este procés hacia la independencia de la que los independentistas tanto se jactan. Porque la democracia no es solo el gobierno del pueblo. Si los derechos y libertades de todos los ciudadanos no se ven protegidos, si los poderes públicos no están sometidos a fiscalización y control de los poderes legislativo y judicial, si no rige el gobierno de las leyes, la pluralidad de opiniones y el gobierno de las mayorías, no estamos –como decía el jurista y filósofo Norbeto Bobbio– ante una buena democracia. Porque la democracia es también la protección de las minorías y en el caso de Catalunya no sabemos dónde está, incluso, esa minoría.

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