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Yo no soy un putero: contra la trata y la explotación sexual de las mujeres

Richard Gere y Julia Roberts en Pretty Woman.

Octavio Salazar

El patriarcado se ha sostenido a lo largo de los siglos a través de la conjunción perversa de dos silencios estructurales: el silencio de las mujeres en cuanto sujetos no políticos y el de los hombres sobre nuestros privilegios. Incluso cuando hemos ido avanzando hacia sociedades al menos formalmente igualitarias, muchos hombres han continuado manteniendo un silencio cómplice, por omisión, con el que están contribuyendo a mantener el estado de subordinación de la mitad femenina. Por eso es tan necesario y urgente que los hombres levantemos la voz pero no para ser los protagonistas, como lo hemos sido siempre, sino para dejar claro que no nos identificamos con una masculinidad hegemónica que produce víctimas y para señalar con el dedo a quienes siguen disfrutando impunemente de los dividendos que derivan de ella.

Por eso en el día que internacionalmente se llama la atención sobre la explotación sexual y el tráfico de mujeres, niñas y niños, urge que todas y todos tengamos clara la conexión existente entre trata y prostitución, en el sentido que sin la segunda no existiría la primera. Por lo tanto son los hombres que se van de putas los que alimentan y perpetúan la que constituye una de las expresiones más brutales de la violencia machista, al mismo tiempo que todos los que miran a un lado contribuyen con su silencio a perpetuar una cadena de humillaciones y explotación que provoca beneficios millonarios a escala planetaria.

En esta cuestión, en la que están en juego derechos fundamentalísimos de las mujeres y de las niñas, creo que el foco ha de ponerse en los sujetos que crean la demanda y, por supuesto, en los que multiplican sus patrimonios gracias a la sumisión sexual de aquéllas. Para ello, además de pensar en la conveniencia de aplicar medidas jurídicas como la sanción de los clientes, es necesario deconstruir un modelo de masculinidad basada en la conjunción terrible de poder y violencia y, con ella, una concepción de la sexualidad masculina como impulso irrefrenable que necesita tener a su disposición cuerpos femeninos para satisfacerla, a cualquier hora, cualquier día, en cualquier lugar del planeta.

Como bien concluye Rosa Cobo en su imprescindible libro La prostitución en el corazón del capitalismo, los puteros encuentran en el acto prostitucional la posibilidad de desarrollar una masculinidad salvaje hasta borrar de su subjetividad los límites entre violencia, coacción y consentimiento. Sus prácticas agresivas y violentas son llevadas a su conciencia como actos voluntarios de las mujeres prostituidas. En el prostíbulo refuerzan la fantasía de su hipermasculinidad, permanentemente en sospecha. En unos momentos de revancha patriarcal, y en los que la cultura consumista y del ocio propia del capitalismo más salvaje ha convertido el sexo en una industria global, la prostitución representa uno de esas últimos espacios en los que muchos varones refuerzan y normalizan la masculinidad hegemónica. Una masculinidad construida por los siglos de los siglos sobre la idea del control y el dominio, y que requiere constantemente de la confirmación entre los pares. Solo así sobrevive a su innata precariedad. De ahí que ser un hombre de verdad implique, ante todo, poder demostrarlo ante los iguales, para lo que, con frecuencia, se participa en ceremonias tribales, como es el acceso en grupo a mujeres prostituidas o las violaciones en la que los pares hacen viral su virilidad. En esta celebración colectiva, los sujetos masculinos sellan y confirman uno de esos ”pactos juramentados“ que, como bien ha explicado Celia Amorós, sostienen el orden patriarcal.

Es necesario por tanto evidenciar el significado político de los demandantes de prostitución, y en consecuencia incidir de manera urgente sobre la desactivación y deslegitimación de su demanda, además de insertar dicha institución en la intersección entre neoliberalismo y patriarcado que en el presente siglo está incidiendo de manera tan negativa en la autonomía de las mujeres. Ello implica, como bien explica Rosa Cobo y como también se argumenta en el reciente estudio colectivo Elementos para una teoría crítica del sistema prostitucional, la prostitución no puede ser estudiada desde las experiencias individuales sino que necesariamente ha de situarse en el marco de los sistemas de dominio sobre los que se edifican las sociedades. Eso pasa por realizar un análisis de género en el que tengamos en cuenta no solo como se construyen jerarquías a partir del control masculino sobre el cuerpo femenino, sino también como desde esa construcción jerárquica estamos dando un determinado sentido de poder a una subjetividad y otra. Además, ese análisis resultaría incompleto si no abordamos como la prostitución se ha convertido en un poderosísimo sector económico a nivel global, que expresa dramáticamente la brecha entre los pudientes y las excluidas y en el que además interseccionan factores étnicos, de raza o de procedencia nacional. Todo ello en un contexto cultural en el que la pornografía se ha convertido en un fenómeno social global, naturalizado y legitimado, apenas censurado, y que constituye la “metáfora perfecta del significado simbólico y material del patriarcado”.

Por lo tanto, es imposible separar el análisis de la prostitución de la trata y las nuevas formas de esclavitud que se generan en el mercado transnacional. Como tampoco es posible argumentar sin más la autonomía de las mujeres para que opten por la prestación de servicios sexuales como si se tratara de un trabajo más sin tener en cuenta las relaciones de poder en el que se enmarca esa pretendida libertad de elección. Situarse en esa posición implica dar por bueno el paradigma del individuo propietario y la lógica contractual en que se apoya el liberalismo para sostener su visión de los derechos humanos. Una lógica frente a la que deberíamos reaccionar todos los varones que estamos contra cualquier forma de esclavitud y que, en consecuencia, deberíamos atrevernos a disentir de los pactos juramentados que nos convierten en la mitad privilegiada. Lo cual pasa, para empezar, por tener claro que el Richard Gere de Pretty woman no es un héroe romántico sino un putero.

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