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Sobre este blog

'Voces para ver. Testimonios de violencia contra la mujeres, una injusticia normalizada' es un libro que recoge las historias comunes de dolor de las mujeres víctimas de malos tratos. El libro ha sido editado por el Departamento de Empleo, Inclusión Social e Igualdad de la Diputación de Bizkaia.

Aquellos besos

Huelga de hambre en la Puerta del Sol contra la violencia machista

Nunca pensé denunciarle, pero ni ahora ni nunca perdonaré lo que me hizo.

Yo era la mayor de tres hermanos. La que me seguía era otra chica y el pequeño era un chico. Vivíamos en una casa de las Siete Calles de Bilbao. Era una casa muy grande, de esas que tenían habitaciones ciegas. Entonces, era normal este tipo de habitáculos que se extendían a lo largo de profundos pasillos. Aquella casa olía a una mezcla entre alcanfor y humedad, salvo en la cocina, donde la chapa, la cocina económica de carbón y lo que se cocinara sobre ella marcaba el olor de la estancia.

Tengo buenos recuerdos de cuando éramos pequeños. Los baños del sábado por la noche en aquella bañera que mis padres pusieron cuando la familia empezó a aumentar. Recuerdo cuando mi madre nos secaba la piel. Sentía un placer especial cuando me secaba los pies y me ponía los calcetines limpios. Luego el pijama y la bata, una tortilla francesa y a la cama. Eso y cuando íbamos al parque de los patos. Creo que eran los mejores momentos que recuerdo de mi tierna infancia. En el parque, los domingos alquilaban unos triciclos y mi hermana Begotxu y yo nos inventábamos aventuras de viajes por los caminillos del parque como si fuéramos unas explotadoras ‘motorizadas’.

Por desgracia, toda aquella felicidad se terminó cuando cumplí 10 años. Aquella tarde, mis primos vinieron a casa para celebrar el cumpleaños. Todo era estupendo. Mi cumpleaños era mi día. Era feliz. Después de soplar las velas, mi padre me dijo que tenía un regalo para mí y me indicó que le siguiera hasta su habitación. Sacó un estuche de uno de los cajones del armario y me entregó un bolígrafo Inoxcrom plateado y granate. Le miré y cuando le fui a dar dos besos, él me abrazó. No me soltaba. Me tuvo un rato pegada a él. Había algo extraño. Recuerdo que metía ruido al respirar. Me sentía incómoda, pero no sabía qué era. Le pedí que volviéramos a la sala a comer la tarta que nos quedaríamos sin nada.

Aquel abrazo fue el primero de muchos que vinieron después.

Por las tardes, cuando llegaba a casa íbamos todos a darle un beso de bienvenida, pero a partir de aquel cumpleaños se me empezaron a quitar las ganas de ir a recibirle porque, si no estaban mis hermanos, no me besaba igual. Me metía la lengua en la boca. Yo me marchaba corriendo y me secaba la boca con la manga cuando no iba al baño a escupir. ¿Por qué hacía eso?

Un día que fuimos de excursión con la tía Elena y el tío Juanjo a Urkiola. Era un día precioso de primavera. Nos vinieron a recoger en su coche y nos montamos todos. Mi padre me colocó sobre sus rodillas y prácticamente desde que subíamos las curvas de Begoña, comenzó a agarrarme pegándome a él, moviendo la mano como si fuera una simple caricia, pero ambos sabíamos que no era así, que había algo que nada tenía que ver con la inocencia. Eran unas caricias extrañas y feas.

No me gustaban.

Cuando salimos del coche, empecé a correr y sólo volví a reunirme con ellos para comer. Mis padres estaban enfadados porque me habían estado buscando.

- ¿Te parece bien darnos estos disgustos? Tus tíos no volverán a traernos nunca más.

Mis hermanos estaban casi a punto de llorar y yo me sentí fatal. Había fastidiado la excursión a todo el mundo, pero... yo quería marcharme de allí.

No sé exactamente qué años tendría cuando me pidió que le metiera la mano por la bragueta. Para aquella época ya se intuía que sería el desastre de la familia: suspendería en clase, me pelearía con mis amigas, les contestaría de mala manera a mi madre, a las profesoras. A todo el mundo, salvo a mi padre.

A él le tenía terror.

Durante muchos años, sería incapaz de levantarle la voz porque intuía que, si me enfrentaba a él, las cosas podían ir peor. Sé que aquel día, en uno de mis enfados, había estrellado un plato en el suelo. Mi madre se puso a gritar. Yo chillé más alto y, entonces, ella pidió a mi padre que pusiera orden. Me llamó y me dijo que fuera a su habitación. Me sentó cerca de él y me dijo que no le gustaba nada el carácter que se me estaba poniendo, que tenía que ser más dócil, que tenía que querer más a mamá, a mis hermanos, a la abuela y, sobre todo, a él, que me quería tanto.

En los años del instituto, me especialicé en beber el mismo grado y al mismo ritmo que podían beber los chicos más adelantados en la materia. Borracha era la mejor manera de soportar el infierno que vivía.

El día de San Juan del curso segundo de BUP, habíamos bebido un montón con motivo de las fogatas. Estábamos en el Parque de Etxebarria. Me quedé sentada en la hierba mirando la fogata y, sin darme cuenta, me debían estar cayendo unos tremendos lagrimones porque Asun, mi mejor amiga, se sentó a mi lado y me preguntó qué me pasaba. Le dije que nada, pero... no le sirvió. Supongo que ya no podía más porque... le conté que en mi casa no me sentía bien por culpa de mi padre.

Evidentemente, no entendió lo que yo pretendía decir y pensó que era una excusa, que había algo más que la normal tensión con mi progenitor. Aunque insistió, no me sentí capaz de contarle nada más.

Me moría de vergüenza y de asco solo de pensar lo que vivía entre las cuatro paredes de mi casa. Recuerdo que, unos días más tarde, me preguntó por qué no hacíamos planes para irnos a Irlanda a estudiar inglés. Hubiera estado bien haberme largado en ese momento con ella, pero en casa me obligaron terminar hasta COU.

Ya no hablaba a mi padre. Ni siquiera le miraba, pero era incapaz de enfrentarme a él. Únicamente cuando estábamos solos le pedía que me dejara en paz, pero era absolutamente inútil, porque no tenía ninguna intención de terminar con aquello. Esta incapacidad terminó cuando un día, en la cocina mi hermana, fue a calentar la leche y vi que mi padre le cogía la mano. Quizás fuera un gesto normal, pero de repente pensé que le podría hacer una barbaridad como las que yo sufría desde hacía tanto tiempo. Entonces, grité con todas mis fuerzas ‘¡Déjala en paz, hijo de puta!’. Todos se quedaron con la boca abierta, salvo mi madre que se acercó y me cruzó la cara. Después de aquel día, en el siguiente ‘momento de intimidad’, le dije que a mí me podía hacer lo que quisiera, porque ya estaba podrida y sucia, pero que como supiera que le tocara un pelo a Begotxu, le mataría. Y creo que me habría atrevido a hacerlo.

Mi paso por el instituto habrá quedado para el recuerdo de los profesores y el anecdotario de la institución. Creo que pocas alumnas se hayan enfrentado tanto a los profesores, pocas hayan llegado tantas veces borrachas a clase y a pocas les habrá costado tanto terminar el BUP. Nunca hice COU. Ya no me daba el cuerpo. Así pues, en cuanto terminé el curso, me compré un billete de autobús para Irlanda. Fui sola y con poquísimo dinero, pero llevaba el contacto de un colega del insti que se había ido el año anterior y que me acogería en su casa hasta que encontrara curro.

Encontré trabajo en un pub del que me terminaron echando, porque me bebía más de la parte correspondiente a mi sueldo. Estuve cuatro años un tanto... perdida. Sería incapaz de mencionar todo lo que hice porque fue un ir y venir agotador: cambios de casa, cambios de pareja, continuos cambios de porquerías de trabajo de los que me solían echar rápidamente... y, sobre todo, cambios de humor. Tan pronto me sentía eufórica, como caía en una depresión que me duraba semanas.

Volví embarazada, sin un duro y, después de todo ese tiempo fuera, sin nadie cercano a quien recurrir. Me costó muchísimo llamar a la puerta de la casa de mis padres, pero no me quedaba más remedio. Recuerdo la cara de sorpresa de mi madre y, sobre todo, la transformación inmediata en una cara de horror. Nadie sabía que esperaba un hijo y nadie me esperaba ver con ese mal aspecto . Cuando llegó mi padre a casa y me vio, puso la misma cara de sorpresa que el resto y se fue para su habitación sin decir una palabra. A la mañana siguiente, al despertarme, le oí a mi madre explicar a mi padre en qué situación había vuelto. Mi madre no sabía qué decisión tomar, pero entonces, mi padre tomó la palabra y dijo:

- Esta es su casa. Se quedará aquí.

Y así fue. Me quedé en casa de mis padres llevando exactamente la misma vida que había llevado en Irlanda. No, no me siento responsable de que mi hijo recibiera alcohol ya en mi vientre y a través de mi leche. No me siento responsable porque no era capaz ni de respirar sin un trago de alcohol. De hecho, por no sentirme responsable, no me sentí responsable ni de la criatura. Si no podía con mi ser, ¿cómo iba a poder cuidar de una cosa tan pequeña y delicada? Creo que, desde el principio, pensé que Begotxu acabaría haciéndose cargo de él.

Ella ya había salido de casa y vivía felizmente con una pareja estupenda.

Incluso antes del parto, el destino me escupió de nuevo a las manos del verdugo. Ya no era igual que antes, pero sentía que el cazador me acechaba. Sus ojos no me perdían de vista.

Los años que pasé viviendo en el extranjero y apartada de sus garras, si no me habían ayudado a mejorar nada de mi vida –quizás, más bien, lo contrario-, al menos sí me sirvieron para fortalecerme ante él. Nada volvería ser igual. Eso al menos era lo que pensaba yo.

Pero no contaba con mi mayor debilidad: para entonces tenía una absoluta dependencia del alcohol. En una ocasión, tuvo que venir el cerrajero a abrir la puerta, porque dejé las llaves puestas en la puerta cerrada y, cuando mi padre trató de entrar, fue imposible, como me fue imposible oír los timbrazos y golpes en la puerta que dio. Yo estaba absolutamente fuera de este mundo, tirada en el suelo cerca del baño, con un vómito al lado, los pantalones desabrochados y empapada con mi propio orín.

Un día de esos, me quedé anestesiada viendo la tele tras mi dosis de vodka. De repente, me desperté al notar unas violentas sacudidas en mi cuerpo. Mi padre estaba encima de mí como un animal. Me estaba violando. Y lo peor es que yo no tenía fuerzas para romperle la cabeza, que era lo que hubiera querido hacer. Ni para eso, ni para nada.

Mi hermana, muchas veces, dice que el padre era un tío majo, que, en el fondo, no era mala persona, que quizás le tocó vivir en una familia equivocada, que quizás él tenía otras expectativas de su vida... No sé. Ella sabe que me violó. De hecho, poco después de saberlo, se atrevió a preguntárselo.

- Pero, ¿cómo has podido hacer esto con tu hija?

Pero lo mejor fue la respuesta que recibió Begotxu.

- Si no hago esto con mi hija, ¿a quién se lo voy a hacer?

A pesar de todo, Begotxu le sigue queriendo, le sigue ‘entendiendo’, le sigue considerando su padre.

Me ingresaron en diversos centros de desintoxicación, pero de todos salí con pocos o ningún avance. Desde hace dos meses, estoy viviendo en un piso de la Diputación para ‘inadaptadas’ como yo.

Al parecer, hace unos días me quedé dormida con un cigarro encendido. No lo sé. No recuerdo nada. Supongo que bebería y... Pero no lo recuerdo. Ahora, estoy en el hospital.

No me puedo mover. Tengo el cuerpo totalmente quemado.

Apenas tengo minutos como estos de consciencia porque, enseguida, me aplican una dosis de morfina que me anestesia el cuerpo y la mente. No sé por qué me da que pronto voy a dejar de sufrir. Por fin se va a terminar esta pesadilla.

Sobre este blog

'Voces para ver. Testimonios de violencia contra la mujeres, una injusticia normalizada' es un libro que recoge las historias comunes de dolor de las mujeres víctimas de malos tratos. El libro ha sido editado por el Departamento de Empleo, Inclusión Social e Igualdad de la Diputación de Bizkaia.

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