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Del despatarre de Ángel Garrido al despiporre del Banco Popular y la pifia de Montoro

La presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes (i), saluda a su portavoz y consejero de Presidencia y Justicia, Ángel Garrido.

Gumersindo Lafuente

La censurada era Cristina Cifuentes, pero el que blandía el escudo protector fue Ángel Garrido, su consejero de Presidencia y Justicia en la Comunidad de Madrid. Y resalto lo de Comunidad de Madrid porque los líderes populares, además de enhebrar discursos con burdas ironías machistas (aplaudidas por Cifuentes), prefirieron hablar de nuevo de Venezuela en vez de dar explicaciones de su gestión al frente de los asuntos domésticos de los madrileños. Ya saben, es mejor tirar balones fuera que dar explicaciones de lo que ocurre con la educación, el paro, la sanidad o la corrupción.

Sí, los populares debían creerse en el estrado de Naciones Unidas y no en la sede vallecana de la Asamblea madrileña. O aún peor, en una película de sapos y princesas, de puestas de largo con zapatos de cristal, de carrozas de calabaza que se desintegran al sonar las doce campanadas.

Garrido y Ossorio (portavoz del PP) se fueron turnando en las peticiones de palabra que les iba concediendo con generosa presteza la presidenta, Paloma Adrados, ante la indignación de las bancadas de Podemos, las reiteradas quejas de la diputada del PSOE, Pilar Sánchez Acera, el silencio (¿cómplice?) de los representantes de Ciudadanos y la permanente sonrisa displicente de la censurada Cifuentes, que por la tarde llegó a ausentarse durante un buen rato cuando intervenía el portavoz del Partido Socialista.

Sin ver el final, ya sabíamos que la moción no iba a salir, pero, independientemente de las capacidades de los diputados y diputadas de Podemos –que mejor harían en dedicar sus esfuerzos a construir una mayoría suficiente para tumbar de verdad al Ejecutivo conservador–, el ensayo de Madrid aporta mucha información del nivel intelectual y ético de los políticos que nos gobiernan. Ojalá estas sesiones las dieran las teles en horario de máxima audiencia para que la próxima vez que nos toque meter el voto en la urna nos pensemos seriamente quién lo merece y quién no.

Mientras lo anterior pasaba, un ejército de abogados se afanaban en cientos de bufetes en la recolección de información para poner demandas al Santander, el nuevo propietario del Banco Popular, a la CNMV, al Banco de España, a Ángel Ron o a Emilio Saracho, con tal de recuperar algo de lo perdido por sus clientes, accionistas del Popular, en la fatídica noche en la que se le vendió el banco por un euro al Santander.

Dicen que Saracho cobró por su desgraciada gestión 4,5 millones de euros por 108 días de trabajo y que el anterior presidente del Popular, Ángel Ron, podría llevarse una jubilación de hasta 24 millones de euros después de dejar al banco al borde del abismo. También dicen los que saben que esta vez los españolitos no vamos a tener que poner dinero para solucionar el problema y que el sistema bancario español está sano, que todo va bien, que no hay peligro.

Por qué será que cuanto más escuchamos esas tranquilizadoras palabras más nos inquietamos. Ya hay algún otro banco cayendo en picado en su cotización. Y lo que es peor, y esa parece haber sido la causa última que ha precipitado la caída del Popular, andan los depositantes retirando su dinero.

La falta de credibilidad del sistema es tan alta en estos momentos que, como en la película Mary Poppins, basta que un niño grite pidiendo sus dos peniques para que una avalancha de clientes se lance en pánico a por sus ahorros y deje sin liquidez a uno de los grandes bancos en apenas dos días.

El remate llegó vestido de alerta informativa poco antes de las seis de la tarde: el Constitucional declara nula la amnistía fiscal del Gobierno de Mariano Rajoy. Pero que no se preocupen los millonarios que casi por nada blanquearon sus dineros ocultos. A pesar de que los miembros del tribunal aseguran por unanimidad que se había legitimado “como una opción válida la conducta de quienes, de forma insolidaridad, incumplieron su deber de tributar” favoreciéndoles frente a los que pagan impuestos, seguirán sin pagarlos. Lo más triste, frustrante, e indignante es que para llegar a esta lúcida conclusión los señores magistrados han tardado más de cinco años.

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