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Arrepentirse después de asesinar a los odiados

José María Calleja

Hay silencios que a veces proporcionan más información que las palabras, gestos que sirven para conocer el proceso atormentado de quien está tratando de decir una verdad dolorosa de expresar y que le saca de la bestia que sabe que fue.

Iñaki Rekarte es el prototipo de tantos jóvenes etarras que durante años se alistaron a la banda terrorista: el adoctrinamiento planificado, la fascinación urgente de la violencia, el asesinato como liturgia suprema, el ejercicio del odio; matar al construido como enemigo en los círculos de intoxicación, asesinar a todas horas y a todos los odiados, sentirse y ser percibido como héroe al hacerlo. Este fue el credo que dio sentido a las vidas de tantos jóvenes vascos durante demasiados años.

Hinchazón de odio, gimnasia en el odio, cucharadas soperas de odio –en el desayuno, la comida y la cena–; el odio como gasolina, hasta asesinar a gente que no conoces; la anestesia moral que luego de matar te lleva a ponerte a jugar al pin pon, mientras que las familias de las víctimas van al funeral y los medios se escandalizan con las imágenes de los cadáveres que tú has producido.

Ese cosquilleo narcisista de ver luego cómo cuentan las teles, sobre todo, y los periódicos, tus crímenes, tus coctelazos contra los cajeros, tus autobuses quemados. Sus lágrimas son nuestro éxito, dijo otro etarra –este, no arrepentido– con decenas de asesinatos y siembra de muerte durante trienios.

Vivir durante años en una espiral enloquecida, sin fin; matar a troche y moche, matar como un chute de droga que le hace a uno sentirse bien; matar porque el bruto de la cuadrilla le ha mostrado previamente el camino de la recta vía y le ha introducido en ese útero, en ese calor de establo, en el que uno se siente reconocido por los otros conmilitones y se define por ellos y dentro de ellos frente al odiado enemigo exterior, ese redil de ovejas que dicen 'beee' para certificar que están en lo mismo, que el mañana les pertenece.

Y así, va Rekarte, como otros, y asesina a tres, como podía haber asesinado a treinta y tres. Asesina a gente a la que no conoce, que no era a la que quería asesinar, pero da igual. Prepara el siguiente asesinato, pero antes se emborracha, se va de carnaval con sus colegas, disfrazados, se ríen y se jalean los criminales como si hubieran marcado una canasta de tres puntos. Ese clima grasiento de matar en manada, que une mucho, que anima a seguir matando.

Cinco años de cárcel después es tiempo suficiente para que hasta los más brutos inicien su proceso de reconocer el destrozo causado, para empezar una vía propia de reflexión –aquí sí esta bien empleada la palabra–, que les lleva a sentirse utilizados, miembros de un teatrillo en el que los coherentes poteadores que están en la calle les dicen que asesinen, ¡ETA, mátalos!, y que se vayan a la cárcel, mientras que ellos toman copas, cenan los viernes y sábados, se van al monte los domingos y en ese ambiente reconfortante de nosotros lo nuestro, hacen sus deberes patrióticos. Tú matas, yo ceno; tú te vas al talego, yo practico el narcisismo de la solidaridad y me manifiesto por ti.

Rekarte lo pasa mal al contar su historia. Se le nota en los silencios interminables ante ciertas preguntas de Jordi Évole, en cómo gira la cabeza a veces, mientras enhebra la respuesta, en el tono que emplea para hablar de ETA como ovejas, ovejas que hacen 'beee', dice, rebaño fuera del cual, como enseñan no solo los curas vascos, no hay salvación.

No hay un adarme de épica, solo miseria, asesinato en horario de oficina, pedaleo criminal en el que cada asesinato explica el anterior y justifica el siguiente. Certeza de que todo ha sido un desastre y no ha servido para nada, solo para asesinar y pudrirse en la cárcel.

Tiene verdad y mucho mérito Rekarte cuando muestra su cara, sus palabras, sus silencios, su arrepentimiento, cuando pide perdón a sus víctimas y dice que necesitaría tres vidas, las que segó, para pedir perdón. Que se arrepentirá de por vida.

Esta pieza televisiva debería ser pasada en todos los centros de enseñanza en Euskadi, el libro en el que se recogen sus palabras debería ser leído por todos aquellos que en su día pensaron, o pueden llegar a pensar, que asesinar al construido como enemigo es un deber heroico y no una pasión triste, que amarga al asesinado y envilece al que asesina.

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