Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.

Cine de verano

Cine de verano en Madrid

Miguel Roig

Roberto Rossellini filma en 1954 una de sus más grandes obras: Viaggio in Italia, catalogada por Cahiers du Cinema –Godard, Malle, Truffaut, Rohmer– como la “primera película moderna”. Un matrimonio inglés de mediana edad, interpretado por Ingrid Bergman y George Sanders, llega a Nápoles para vender una propiedad que Alex Jones, el personaje que encarna Sanders, ha recibido en herencia. Se trata de una pareja sin hijos y desde el inicio mismo de la película acusamos recibo de que se encuentra, si no en un estado de disolución, sí en un momento de inflexión muy importante. Poco a poco, uno y otro se irán separando, tomando distancia, sin que esto se manifieste de manera directa.

Ella proyectará su malestar en la ciudad y él buscará refugio en la vida social que comparte con algunas amistades del lugar. El inmenso talento de Rossellini consigue materializar el vacío existencial de la pareja en escenas que ambos, por separado, experimentan con el entorno: ella ante las mujeres embarazadas que pululan por las calles napolitanas, el arte fúnebre de los templos y la soledad que se experimenta ante la magnanimidad estatuaria romana. Él, por su parte, en insulsas reuniones, frívolas conversaciones y un desangelado encuentro con una prostituta.

A estas alturas se comienza a hablar de divorcio pero sin asumir su gravedad; hay algo impenetrable en ambos, que Rossellini no deja de acentuar, algo que no nos deja ver ni a nosotros ni a ellos. Sí podemos advertir cómo les golpea el mundo en la piel pero los personajes no permiten que observemos más allá. Al final, ya en el umbral de la desesperación de ella y en un punto álgido de la incapacidad afectiva de él, son llevados a ver una excavación en Pompeya. Ambos presencian cómo los arqueólogos desentierran a una pareja que, uno en los brazos del otro, quedó petrificada por la lava del volcán. Ninguno de los dos resiste la potente fuerza de esa imagen y huyen, aún indiferentes, pero dando, sobre todo Alex, la primera muestra de un mínimo quiebre emocional.

Rossellini los lleva por las calles de Nápoles y los mezcla entre la multitud que asiste a una procesión religiosa. La muerte, el vacío, la desesperación se hacen cargo de la escena mientras ella, Joyce, es arrastrada por la riada humana que la ignora y, fuera de sí, pide auxilio mientras se aleja. Alex, como puede, consigue abrirse paso y finalmente la alcanza al tiempo que la aferra en un abrazo protector, un abrazo de amor que, por primera vez, permite que se encuentren el uno con el otro, “redeclarando” el amor como apunta el filosofo Alain Badiou que plantea tres momentos de la pareja: pasión, separación y reinvención. La construcción emocional de Rossellini en su obra, desde el comienzo hasta el final, es perfecta. En su día, en 1954, nadie la entendió ni valoró. El filme tendría que esperar que pasaran los años sesenta antes de que se pudiera entender de qué estaba hablando el realizador italiano.

Cuando se comienza a valorar Viaggio in Italia, a principios de los setenta, Ingmar Bergman rueda una serie de episodios para la televisión sueca que, en una versión editada para ser exhibida en los cines se conoció como Secretos de un matrimonio y que hoy, como a buena parte de la filmografía de Bergman, se la considera un clásico. En este filme Liv Ullmann y Erland Josephson interpretan a un matrimonio sueco de clase media que, a diferencia de la pareja de Viaggio in Italia, tienen dos hijas y se presentan felices ante el mundo. Esta estabilidad se derrumba cuando él, de manera inesperada, le confiesa a ella que está enamorado de otra mujer y que abandona la casa en ese mismo momento, no sin antes puntualizar que lleva cuatro años intentando dar ese paso.

A partir de ese momento, Bergman, con su doloroso escalpelo, a diferencia de Rossellini, abre en canal a sus personajes y accedemos al dolor de la mujer y a la burbuja pasional en la que transitoriamente se instala el hombre. Antes, mucho antes de esta confesión, él dirá una frase reveladora: “Estamos bajo un techo feliz y se trata de no dejar manchas de mierda emocionales”. Sin embargo, tal como lo anuncia, el hombre deja la casa y Bergman relata la peripecia de ambos en una sucesión de encuentros que se emparentan con el llamado teatro de la destrucción, desarrollado en aquellos años, y una de cuyas cotas más altas fue la obra de Edward Albee, ¿Quién le teme a Virginia Woolf?, llevada al cine por Mike Nichols e interpretada de manera memorable por Richard Burton y Liz Taylor. No es casual que este género se haya desarrollado en plena Guerra Fría, ya que se planteaba como una suerte de combate verbal con la clara intención de demoler al otro integrante de la pareja, pero con el riesgo –el mismo que corrían las grandes potencias– de convertir en cadáveres a ambos con la dialéctica como arma de destrucción masiva.

En Secretos de un matrimonio, el amor de ella no parece mermar sino volverse cauto ante el riesgo y él va entendiendo con el paso del tiempo que no solo ha sido la relativización del amor lo que le llevó a la separación sino una suma de frustraciones profesionales y el peso opresivo de las familias de ambos. Cada encuentro de la pareja es un choque emocional y sexual en el que los dos se interrogan sin dejar ninguna miseria fuera del discurso pero sin cerrar la puerta a un nuevo acercamiento. Finalmente, en el último encuentro, una cita que no tenía otro fin que el de acostarse, ante un impulso se trasladan a la cabaña de un amigo en el campo y en la intimidad de ese aislamiento, cierran la historia con una perspectiva de posible convivencia. De todos modos, poco antes de llegar a ese punto, hay una declaración de indefensión frente al otro. Así lo manifiesta el protagonista: “Somos unos analfabetos emocionales; somos totalmente ignorantes respecto a nosotros mismos y a los demás”.

Más de treinta años después, en 2005, sorteando un largo silencio artístico, a los ochenta y cinco años, Bergman sorprende al mundo y rueda Saraband, una secuela que nos pone otra vez ante Marianne y Johan, la pareja de Secretos de un matrimonio. Ella nos cuenta que ha pasado el tiempo y que ambos se han perdido de vista. Una hija padece una enfermedad seria, la otra vive en Australia. Johan, el exmarido, habita una casa junto a un lago –el mismo donde les dejamos, jóvenes aún, en la anterior película– y la mujer piensa ir a verle. Si en el filme anterior quedaba abierta una posibilidad de restauración, en los tempranos setenta, ahora en el pragmatismo del nuevo milenio, esa alternativa no se contempla. Bergman se ha vuelto anciano como sus personajes pero mantiene la capacidad de siempre para entender el mundo. A diferencia de Badiou, Bergman no cree en la reinvención del amor. Johan recibe con parca cordialidad a Marianne pero no cambia su soledad y exhibe su fatalismo: “Primero la gente se conoce, luego se separa y habla por teléfono y después, el silencio”. Marianne recorrerá los trescientos kilómetros de regreso a su vida en la ciudad y a su profesión de abogada: “Sigo trabajando en divorcios y disputas familiares”.

Etiquetas
stats