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Contabilidad, Historia y democracia

José Saturnino Martínez García

El debate sobre la independencia catalana se ha escorado al polo utilitarista. Supongo que esto en parte se debe a que el independentismo ha cobrado fuerza con la crisis, vendiendo que la causa de la crisis es España y que la independencia es la salida. Eso sin contar el comportamiento de bombero pirómano del PP. Cambiar los sentimientos de pertenencia a una comunidad se aventura más complejo sobre el papel que llevar una contabilidad de costes y beneficios, que en apariencia es neutral, aunque sea una neutralidad que parte de los supuestos sobre los que se elabora, que son partidarios. Pero el número tiene un efecto paradójico: es mágico a fuerza de parecer científico. Parece que si algo nos sale en un Excel tiene más realidad que si está elaborado a partir de “palabras”, como si los números fuesen algo más que palabras (4 y cuatro es lo mismo…). Hay cierta estupidez en pensar que una opinión, si se presenta con números, es más científica que si no viene acompañada de ellos. Y hay más estupidez en pensar que los problemas colectivos de quienes somos se resuelven con números.

De esta forma hemos entrado en un debate de besugos de un análisis coste/beneficio, que según quién lo haga, sale a pagar el Apocalipsis o a cobrar Jauja. Como si la crisis que estamos viviendo hubiese sido predicha por alguno de los contables de uno u otro lado. Es decir, si nadie hizo en su momento un diagnóstico certero que dijese más o menos cuándo sería la crisis y cuál su impacto, ahora pensamos que los profetas de uno u otro lado pueden calcular costes incalculabes, a partir de supuestos difusos.

Podríamos intentar resolver el problema atendiendo a la Historia. Pero tan absurdo como recurrir a los números es recurrir a la Historia. Si la Guerra de Sucesión no fue una guerra de independencia, la fusión de la Corona de Aragón y de Castilla en un solo Estado no fue la “realización de la idea eterna de España”, sino una cuestión de casamientos y herencias, que pudieron ser de otra forma (por ejemplo, si hubiese vivido el hijo de Fernando el Católico, el de su nuevo matrimonio tras la muerte de Isabel). La identidad surgida en una derrota contra la Corona Castellana, que aplasta formas tradicionales de gobierno, está en la identidad catalana pero también podría estar más afianzada en identidad castellana, en la lucha de los Comuneros (que se conmemora el día de Castilla y León).

Un debate como este no puede dirimirse de forma contable ni con hechos pasados, cuya interpretación siempre está sujeta a debate. Debe hacerse según una cuestión de identidad. ¿Cómo valoramos el coste desgarrador de los millones de catalanes que no quieren salir de España si gana el proyecto independentista? ¿Y el mundo opresivo borbónico centralista en el que se asfixian los independentistas?

La forma políticamente saludable de discutir la política es con política, no con contabilidad ni con el pasado. La definición básica de la política es la comunidad que discute sobre su identidad (Rancière). Y sobre esto se ha discutido poco. La derecha españolista tiene un problema serio con Cataluña. Por un lado, no quiere la independencia, pero por otro, no pierde ocasión de insultar a los catalanes, ya sea promoviendo boicots, o humillando su sentimiento nacional, al rebajarlo a puro regionalismo folclórico (y de paso conseguir votos en el resto de España). La izquierda vive acomplejada su españolidad bajo la sombra del Franquismo , que a fuerza de arroparse con la rojigualda la ha dejado contaminada por generaciones. Zapatero lo intentó, con el discurso de la España plural, reconociendo que la nación es un concepto discutido y discutible, y apoyando el Estatut, en el límite de lo permisible constitucionalmente. Fracasó, lo que llevó a la “pasokización” del PSC y a un discurso contable a favor de España.

Si la apuesta de Zapatero hubiese sido exitosa, ahora no estaríamos donde estamos. Pero intuyo que en dos o tres décadas, se habría vuelto a abrir el problema catalán, pues como dijo Ortega y Gasset, no tiene solución, solo puede conllevarse. Esto es así debido a que es una cuestión identitaria, y como tal, está sujeta a la voluntad colectiva. Españolistas y catalanistas independentistas no pueden tolerar este momento radical de la democracia, ese momento en el que no somos capaces de definir quiénes somos, y para ello desean contar con un aparato estatal que unifique conciencias.

La campaña contra el independentismo ha sido un gran fracaso debido a que los mensajes que más han circulado han sido de tipo contable, con la muleta de argumentos históricos. Pero el mensaje tendría que haberse dirigido al sentido de la comunidad política, no desde el miedo, sino desde el amor (aunque suene cursi). Una comunidad en la que los catalanes se sientan parte, y que el resto de España reconozca el sentimiento nacional de Cataluña. Una comunidad que no tenga que desgarrarse en elegir entre “papá y mamá”. En mi condición de ultraperiférico (Canarias entra esta clasificación de la UE), me da pavor imaginar un día en que me fuercen a elegir entre ser canario o español. No quiero pensar lo mal que lo están pasando millones de catalanes ahora mismo.

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