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Derramar la copa (I don't want to believe)

Foto: Pixabay

Sabina Urraca

Con respecto a esto que tanto se cacarea ahora mismo y desde hace semanas en las calles y las redes de sentirse o no español, debo decir que jamás me he sentido tan extranjera como cuando dejé de beber alcohol. Fue sólo una época, una búsqueda de tregua al cuerpo y un aburrimiento ante la frase ritual “irse de cañas”. Pero en barras y fiestas y noches de locura, todo tipo de personas me lanzaban lo que me empezó a parecer la Gran Frase Patria: “Uy, yo no me fío de la gente que no bebe”. La masa achispada, de la que normalmente yo formaba parte, me miraba con ojos atravesados. Me vi aceptando copas y abandonándolas por ahí, exagerando males del cuerpo para ser dispensada, asustada ante la tradición bebedora española, aterrorizada ante la exigencia y la desconfianza de la masa. Incluso en ambientes extremadamente tolerantes, había una pequeña decepción, un “ah, ¿no bebes?” pronunciado con ojitos de extrañeza. Me sentí fuera de una respetable tradición, ajena y sola frente a la pasión comunal. Un día, huyendo de la masa que me exigía que bebiera, intenté derramar en un alcorque de la calle una copa de vino que habían insistido en servirme. No llegué a volcarla. Más harta de aguantar el sentimiento de extrañeza que verdaderamente sedienta de vino, decidí dejar al árbol en paz y beberme la copa. Mi vuelta al ruedo fue aplaudida. Y yo, para qué negarlo, me sentí en paz. Porque, como muchos seres que desean la felicidad, a veces amo abrazar lo que es fácil, generalizado, compartido. ¿Recuerdan la emoción infantil cuando su voz se alzaba junto con el resto de las del coro en la función de fin de curso? Pues eso. 

Hace semanas, Galicia se quemó, quemaron Galicia. Ya casi ha pasado el furor del fuego para los que estamos lejos de allí, pero en su momento anduvimos todos como pollos sin cabeza, angustiados ante las imágenes devastadoras de bosques y vidas ardiendo. En medio de aquello, surgió una foto icónica, una imagen que ahora ha pasado a imagen de archivo confusa y vergonzante, pero que en su momento fue alzada como estandarte del dolor y la ternura y la bondad rompiendo fronteras: un perro (una perra, se presumía) salía de una zona calcinada con un cuerpo animal diminuto completamente carbonizado entre sus fauces. No recuerdo el nombre de ese can, porque prefiero no recordarlo, pero lo tenía. Observé cómo el clamor popular vendía a este animal como mascarón de proa de la bondad abriéndose paso en la cruel desgracia. Según artículos y comentarios, lo que aquella perra llevaba en la boca era su propio cachorro hecho carbón. Durante algunos días, se la había visto rescatando animales muertos del bosque y enterrándolos en un terreno cercano a la iglesia del pueblo, en una suerte de milagro de la nobleza animal (con un pequeño añadido de religiosidad que aportaba cierto brillo canonizable a la historia). Soy dada, como cualquier señora emocional amante de las ficciones, a querer creer este tipo de cuentos de Grimm. Me gusta emocionarme antes los milagros inexplicables, me gusta que los haya. Pero, tras dos minutos entregada al estremecimiento del I want to believe, una idea brutal como la misma naturaleza se abrió paso en mi candor de clickbait fácil: aquel perro no podía estar realizando una labor de sepultura cristiana. Ese pecho peludo no estaba inundado de piedad, tal y como se le suponía. Aquella bestia, bella y entregada a la supervivencia, estaba haciendo despensa. 

Durante algunas noches, nada más apagar la luz, lo sucedido me llenaba de horror. La creencia de que aquel perro era una hembra que honraba los restos mortales de sus cachorros me parecía espantosa, altamente peligrosa. Pero aún más espantosa me parecía la fuerza con la que me aferré durante algunos minutos a aquel suceso Disney. Al encontrarnos en un momento tan lleno de espantos cotidianos, tan hundidos de pronto en la violencia y la incomprensión, entendí que la facilidad para tragarnos la arrasadora historia de tristeza nivel Bambi había respondido quizás a una necesidad apremiante de unirnos en una breve borrachera feliz, en un coro de voces blancas. 

Es este un ejemplo nimio, que quizás parezca poco peligroso. Un perro, su cachorro, qué tiene de malo. Pero pensemos que vivimos parloteando sobre la manipulación a la que somos sometidos por los medios, sin pararnos a pensar en la manipulación a la que nosotros mismos nos sometemos, en el propio candor del que nos emborrachamos. Si creímos firmemente, y corazoneamos en redes la tierna historia de la perra que daba la extremaunción y un sepulcro digno a sus amados cachorros, ¿qué no creeremos después? Quizás cada día, con cada noticia, antes de enlazar nuestro brazo con el de otros borrachos e iniciar la fiesta jaleando o abucheando o enterneciéndonos por cada noticia, debamos hacernos a un lado, dejar de saltar, derramar la copa en el suelo, esperar. 

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