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Faranduleros contra saltimbanquis: así no se hace cultura contemporánea

Naves de Matadero Madrid.

Ruth Toledano

Esta vez la vergüenza por la situación de nuestra cultura no nos la ha hecho sentir un ministro ignorante, por ejemplo. Esta vez han sido algunas gentes del teatro tradicional quienes han dado un espectáculo bochornoso, una escandalera de corrala: fuenteovejunos contra el proyecto de Mateo Feijóo para Matadero Madrid. Los indignados han formado un elenco escaso pero sorprendente, dados los nombres que han manifestado su rechazo de manera explícita: Juan Mayorga, Blanca Portillo, Pilar Bardem, Juan Diego Botto… Sorprendente por la falta de ese “mínimo espacio para la generosidad” que les ha reprochado el dramaturgo Rodrigo García en su carta de apoyo a Feijóo. Su alegato a favor de la investigación, de la experimentación, de la libertad creativa y de la diferencia frente al inmovilismo y el monopolio de lo convencional, es el grito desahogado de una España que siempre llega tarde a la modernidad, una España provinciana que desprecia a sus contemporáneos. Nada nuevo bajo el sol.

Los del teatro de siempre han dado el espectáculo, pero para montarlo han contado con la inestimable ayuda de una prensa cuya grosera virulencia contra las políticas del cambio no pierde oportunidad, sea de la naturaleza que sea, para sacar su artillería pesada. Ha sido grotesco y ha generado tristeza que los del teatro de texto se hayan querido aferrar a un espacio al que también tienen derecho otros proyectos, otras compañías, otras visiones, otras artistas. Y que lo hayan hecho, además, frente a un procedimiento democrático como es el concurso de méritos. Y echa para atrás que actores y directores hayan sido utilizados como simples títeres por el gran aparato mediático con intereses políticos. El País se ha llevado la palma, como viene siendo impúdicamente habitual. Los términos de la reacción son de una agresividad que asusta, menospreciando a expresiones creativas y a artistas que merecen admiración y respeto, y que pocas veces tienen la oportunidad, el derecho, de ser apoyados desde las instituciones. Es desolador, por su injusticia, que se acuse de “sectarismo”, como pudimos leer en un editorial, a quienes facilitan la contemporaneidad y a quienes la trabajan. ¿No son más sectarios esos del teatro que ponen el grito en el cielo simplemente porque les han tocado lo suyo? ¿No es más sectario considerar que los otros y las otras no tienen también derecho a lo suyo? Es más, ¿no son más sectarios lo medios que aprovechan el río revuelto y lo instrumentalizan para cargar contra sus enemigos políticos?

No digo que todo se haya hecho bien en ese proceso. El propio Feijóo reconoció que la comunicación del Ayuntamiento no había sido buena. A mí el cambio de los nombres de las salas del teatro, que sustituían los de Max Aub y Fernando Arrabal por los de Nave 10 y Nave 11, me parece un error evitable, pues a poco que se pensara traía consigo muchos más problemas innecesarios que claros beneficios, aunque coincida con Feijóo en considerarlo más acorde a sus planes, y así lo recogiera, por cierto, el proyecto que presentó a concurso. Es arriesgar mucho justo donde el riesgo aporta menos. Porque se puede ver como una falta de ese respeto que se exige. Hasta como una falta de cariño, tan necesario en este mundo crispado. Y acaba siendo una apuesta por esa desmemoria que arrasa. Aún entendiendo que parece más apropiado que un Centro Internacional de Artes Vivas lleve los nombres que propuso Feijóo, alguien tenía que haber advertido la que se avecinaba. Pueden, no obstante, estar contentos quienes disfrutan viendo sufrir a la corporación municipal de Manuela Carmena: cayó la concejala Mayer.

Esta fea representación nos da, sin embargo, mucho que pensar. Pensar de quién es la cultura y cómo se va construyendo. Pensar por qué hay quienes reclaman su reconocimiento como primera clase de la cultura, y si la época debe seguir permitiéndolo. Pensar en el papel cultural que deben cumplir las instituciones y cómo deben manejar las presiones del statu quo. Pensar que la cultura y las artes también son políticas, pero nunca han de ser partidistas. Pensar que vivimos en un modo de histeria que dice muy poco de nuestra sociedad y que debemos empezar a transformarla en diálogo, en curiosidad, en consideración, en suma. Pensar en que es denigrante para todos que, en esta ola malencarada, alguien como Elena Aub termine degradando a bailarines, actores o performers llamándolos “saltimbanquis”. Porque, claro, los presuntos saltimbanquis pueden contraatacar llamando a los del texto faranduleros, por ejemplo. Y cayendo en la vulgaridad de los ataques entre gentes que debieran ser afines en su diversidad, se desvirtúa la esencia misma de las artes.

En definitiva, esta fea representación nos debe hacer pensar en qué es la contemporaneidad, en qué es ser contemporáneo y en cuál ha de ser el compromiso, tanto de artistas como de instituciones, con el propio tiempo. Así nos lo sugiere La Ribot, bailarina, coreógrafa, Premio Nacional de Danza, que ha hecho pública otra carta de apoyo a Feijóo en la que asegura que se trata del único proyecto contemporáneo institucional que se impulsa en Madrid desde que en 1994 “se cargaran” el Centro Nacional de Nuevas Tendencias en la Sala Olimpia de Lavapiés, que apenas duró 10 años. Al recordar que “el teatro tradicional, comercial y costumbrista está representado en la mayoría de los lugares”, vemos que no está justificada la histeria de sus adalides. Estoy, con La Ribot, “escandalizada” por la reacción que ha suscitado “el pensamiento contemporáneo, las nuevas tendencias, la mirada diferente, lo arriesgado, lo distinto, lo único, lo nuevo”. Porque representa la sociedad, la cultura que lamentablemente somos frente a la que queremos, y debemos, ser.

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