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Hermanos, ya no creo

Klaus Kinski

Sabina Urraca

Estaba viendo un documental de Joan Didion. Todo era bello, dolorosísimamente triste, pero hermoso: la vida de esa escritora rota a hachazos de muerte, su soledad en el mundo, su resistencia, sus manos ancianas gesticulando. Cabeceé de sueño -el documental era bueno, pero yo estaba agotada del día- y de pronto, en esos sueños absurdos del duermevela, que sin embargo, por la cercanía a la vigilia, tienen un brillo mucho más realista que cualquier otro sueño, me asaltó el horror. 

Era aquella la noche del día en el que Louis CK -cómico y guionista al que admiro- había salido de la negra despensa del acoso sexual de la que parecían estar saliendo a cuentagotas -o estar siendo arrastrados afuera a la fuerza, más bien- multitud de profesionales. Muchos de ellos fueron/son/habían sido hasta hace dos días lustrosos figurines, imaginería del altar de los ídolos, de la proyección mental de lo que es ser un tío único, chispeante, impecable en su genialidad. 

Este goteo de desenmascaramiento de mi particular panteón de los dioses cutres, cuyo pistoletazo de salida fecho hace un par de años, cuando la hija de mi hasta entonces adorado Klaus Kinski publicó una autobiografía en la que narraba los abusos sufridos por parte de su padre en la infancia, había provocado que mi capacidad para admirar a alguna estrella se esfumase. Y allí, en aquella cabezadita de sueño viendo el documental de Joan Didion, de pronto DUDÉ DE TODOS. 

Esta nueva enfermedad de descreimiento consistía en la activación de las luces de alarma en mi cerebro:  ¿Y si alguno de esos hombres que salían en pantalla hubiese cometido una barbaridad del estilo de las que en estos días salían a la luz? ¿Y si ELLOS TAMBIÉN? Podría haber sido cualquier película, cualquier programa de televisión, pero aquel momento de horrorosa revelación me pilló allí, frente al documental de Joan Didion. Cualquiera de ellos: su marido muerto de un ataque fulminante al corazón, su editor encantador... De pronto, medio dormido, mi cerebro corrió un velo de suspicacia y temor a través del cual veía imposible encariñarse de cualquiera de esos señores que aparecían en pantalla. 

La cabezada, el momento de absurdo, duró unos veinte segundos. Sin embargo, no volví al mundo de la vigilia con la convicción de haber tenido una ensoñación absurda. No había ni rastro de esa sonrisa con ceño fruncido de cuando hemos mezclado elementos dispares en un mismo escenario y nos sorprendemos de las combinaciones de nuestro subconsciente. No. Sabía, de pronto, que aquello era posible, que el brutal desenmascaramiento que había visto producirse en los últimos días podía prolongarse, y la misma oscuridad que ahora caía sobre Weinstein, Louis C.K. y Kevin Spacey, en cualquier momento podía cernirse sobre el mayor ídolo que hubiese tenido en la adolescencia, por poner un ejemplo. 

Ya despierta del todo, detuve el documental y me quedé quieta, imaginando habitaciones en blanco, la antítesis del dormitorio adolescente por antonomasia. Manos rasgando pósteres, arrancando fotos, eliminando cualquier rastro de idolatría que pudiese desembocar en la posibilidad de haber admirado a alguien que ocultase esa oscurísima sombra, esos oscurísimos actos. Paredes desnudas, chapas en blanco (hice tres años de universidad con el rostro de Kinski impreso en una chapa que llevaba en la mochila), silencio total (en esos mismos años de la chapa, una de mis canciones preferidas era “Le vent nous portera”, compuesta y cantada por Bertrand Cantat, que mató a su mujer de una paliza), pantallas vacías (si no recuerdo mal, vi casi todas las películas de Woody Allen en esos años de la chapa y la canción del viento). No más frases tipo “Este tío es dios” para referirnos a alguien a quien en realidad no conocemos. 

Era una leve pesadilla, la fantasía negra de un futuro distópico en el que temiésemos el comportamiento o el pasado de cualquier persona famosa. Allí, frente al documental detenido, siento que la angustia de la pesadilla va amainando. Pienso que durará algunos minutos más, y después podré seguir. Y es cierto: el flujo de horror se corta. Sin embargo, a los días vuelve a asomar tímidamente, y entiendo que se ha quedado conmigo. Recuerdo películas, recuerdo con cariño a algún actor, y de pronto me asola de nuevo la sombra: ¿Y si él también? ¿Y si ellos...? ¿Y quizás...? La puerta está abierta. No puede cerrarse del todo ya. 

Porque así es. Se ha abierto una puerta del horror. Una puerta ineludible, que necesitamos abierta, pero que sólo esconde cosas que no nos gustarán, que nos asustarán, que harán añicos los pedestales sobre los que reposaban nuestros ídolos. Veremos hundirse en un fango oscuro y pegajoso a nuestros modelos a seguir. E imagino, también en clave de sueño disparado por la conmoción del momento, que en algún momento llegamos a una era jamás alcanzada en la que a los únicos que podamos exigir ser nuestros propios ídolos sea a nosotros mismos.

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