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Mariano Rajoy, un presidente en busca de autor

Miguel Roig

Enrique IV, el protagonista de la obra homónima de Luigi Pirandello, es un aristócrata que, tras sufrir un accidente, entra en una espiral de locura y piensa que es el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. A su alrededor, su mujer, el amante de ésta, un psiquiatra y otros personajes montan un plan para intentar que el protagonista recobre la cordura. Al final de la comedia se descubre que el protagonista, que ha sufrido un permanente estado de desesperación por el enfrentamiento con el Papa que le ha excomulgado y por recuperar el amor de su esposa, lleva tiempo en sus cabales y que todo ha sido una representación.

A partir de ahí comienzan las interrogaciones que se hace Pirandello desde el texto. Este hombre, de manera consciente, ha ocupado el rol de un emperador y se ha alejado de la realidad una decena de siglos para dar la espalda a otra realidad, la suya, la de una Europa que sale de la Primera Guerra Mundial y se encamina hacia otra contienda. Pero teniendo en cuenta la actitud que adoptan los que le rodean, ¿dónde está la representación? ¿En el aristócrata que interpreta a un emperador, o en su mujer y su amante que fingen ante su presencia? Estos son temas recurrentes en Pirandello, la verdad y su representación atraviesan con preguntas sus obras Seis personajes en busca de autor, Cada cual a su juego y Esta noche se improvisa, en las cuales apariencia y realidad están en constante tensión. Parafraseando a Wilde, Pirandello sostenía que la realidad copia al teatro, pero no en su verdad sino en su ficción. De la misma manera, Mariano Rajoy se deja conducir de una ficción a otra, siempre de la mano de un autor.

Cuando pasó a un primer plano absoluto, como candidato de su partido para la presidencia de la Nación, lo hizo gracias a una decisión arbitraria y personal de José María Aznar quien le eligió como su sucesor natural. Arbitraria por ser esta designación ajena a cualquier consulta al partido ya sea a través de unas primarias o bien bajo otra suerte de comedia como son a veces los congresos. Aquí merece la pena una digresión: José Luis Rodríguez Zapatero demostró que se podía romper el guión original de un congreso y, después en el gobierno –o en buena parte de su legislatura–, también dejó claro que él escribía, equivocado o no, los movimientos de su personaje: verlo sentado en el desfile militar del día de la Hispanidad, en plena guerra de Irak, al paso de la delegación americana bandera en ristre, no es precisamente la actitud de un sujeto pasivo. Después perdió su propio hilo narrativo al firmar la reforma constitucional exprés con Rajoy, precisamente, pero volvamos a este último que es el personaje que nos interesa.

Dos contiendas electorales consecutivas perdió frente a Rodríguez Zapatero y a ambas derrotas contribuyó el plantel de autores que le escribían un guión rijoso, torvo, agresivo, reñido no ya con las reformas progresistas sino con el sentido común. Han quedado en la memoria histórica frases difíciles de olvidar: “cobarde sin límites”, “bobo solemne”, chalanear “con los terroristas” o “traicionar a los muertos”.

Cuando Rajoy alcanza la Moncloa, su primera decisión es abandonar el programa electoral y ponerse en manos de los mercados. Como estos parecen no tener rostro vamos a darles un nombre: Mario Draghi y Angela Merkel, para citar dos de sus autores más conocidos. Claro, como Rajoy no puede asumir públicamente que es escrito, que carece de la autoría de sus actos, no ha tenido mejor idea que recurrir a la retórica al afirmar que su mandato no consiste en hacer lo que le gusta sino lo que debe o, lo que es peor, recurrir a la negación absoluta de la política, con lo cual se anula a sí mismo: echar la culpa a la realidad. Lo que impone la realidad, viene a decir Rajoy, no lo puedo cambiar yo. Pero es que la política, justamente, trata de desbaratar los obstáculos que la realidad le impone. Desde Hegel y la Revolución Francesa sabemos que a toda contrariedad se la niega en busca de una síntesis superadora. Los burgueses y entre ellos, los registradores de la propiedad, oficio natural de Rajoy y herramienta esencial de la burguesía que ascendió en 1789, saben que la realidad propone y el poder político dispone. Pero Rajoy niega esto con lo cual se niega a sí mismo y, aunque suene esperpéntico, se quita un problema de encima, gesto, este último, que parece ser el eje vocacional del presidente, superar obstáculos sin el esfuerzo de gestionarlos: para eso ya está el tiempo.

Así como el aristócrata enajenado de Pirandello pretende convencer al mundo de su locura fingiendo creerse Enrique IV, Rajoy simula estar sometido por la realidad mientras, entre otros, Draghi y Merkel –sin olvidar el FMI– le escriben el papel que debe representar, pero su personaje ha dado un giro inesperado. Del mismo modo que un día, seguramente, le sorprendió Aznar ofreciéndole el personaje de su vida, la obra ha dado un giro súbito con la aparición de un autor o mejor, de un negro, esos escritores que en la sombra escriben por encargo piezas que otros firman o leen. Pasa, entonces, a un primer plano, Luis Bárcenas. Obviamente, al no ser un autor del agrado del presidente, este negó su existencia hasta límites insoportables. Del mismo modo que la razón niega el poder a Enrique IV sobre el Sacro Imperio Romano Germánico, Luís Bárcenas pone en jaque a Mariano Rajoy como presidente de España. Merkel, Draghi y Lagarde, han pasado a un segundo plano. Ahora el escritor de cámara es Bárcenas quien, desde una cárcel, como hacen los grandes capos como Bernardo Provenzano o Salvatore ‘Toto’ Riina –por cierto, tan sicilianos como Pirandello–, no deja de escribir páginas y páginas para Mariano Rajoy.

La última representación tuvo lugar en el Congreso, donde declamó una pieza dramática con algunos giros sorprendentes: “Cometí el error de creer a un falso inocente, pero no el delito de encubrir a un presunto culpable”

No sabemos hasta cuándo Luis Bárcenas se hará cargo de la autoría del presidente, pero no estaría mal recordar que el público de esta obra somos nosotros y que todo drama tiene una crítica. Si, como decía Pirandello, la realidad copia al teatro no en su verdad sino en su ficción, no es mal momento para plantearse ser autores de nosotros mismos y decidir cuánto tiempo queremos que dure en cartel esta obra. Asumamos nuestra propia ficción y renunciemos a ser escritos. Ningún actor sale a escena si la sala está vacía. Pero quizás no se trata de eso sino de algo mucho más ambicioso: ocupar el escenario, ¿o acaso quienes se suben a él no lo hacen bajo el deber de representarnos? Pues, si no nos representan, actuemos nosotros.

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