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Paseando a miss Parks

Rosa Parks

Elisa Beni

En este estío insoportable y en su agonía septembrina hemos asistido a un frenesí patrio por sacar a pasear a Rosa Parks y su historia de desobediencia civil. Han paseado tanto a Miss Parks, y colectivos tan diversos, que ya no le hubiera hecho falta ni coger aquel autobús. La han procesionado en un muy hispánico akelarre de ensalzamiento y santificación de su capacidad de sacrificio en la lucha por la libertad y la igualdad, que ya resulta llamativo en el país que dejó que el dictador muriera en la cama. Un pueblo anarcocabrón que luego siempre resulta, como dijo el cantor, muy obediente hasta en la cama.

La han paseado algunas feministas, los independentistas catalanes y hasta los enojados con que el Tribunal Supremo prosiga las causas iniciadas contra sus diputados favoritos. Para todo vale, como el ungüento amarillo. Lo que más preocupa de todo ello es que deja al descubierto la falla estructural de una sociedad democrática que no ha sido capaz de transmitir sus valores y de implantarlos en lo más profundo de sus ciudadanos. Así, se olvida que la fuerza moral que se produce en una situación de injusto y de falta de libertad –en sistemas autoritarios y dictatoriales– para rebelarse no tiene su trasunto exacto en un sistema democrático en el que la libertad permite introducir todas las reivindicaciones en el debate político y en el que existen los cauces adecuados para cambiar las leyes que se estimen injustas. Por tanto, es evidente que decir: “no contamos con la fuerza democrática suficiente para cambiar las leyes que no nos gustan” no es lo mismo que afirmar que se tiene la fuerza moral para conculcarlas. Excepción hecha de que la ley aprobada por la mayoría vulnere normas de rango superior o los principios rectores del ordenamiento que democráticamente nos hemos dado. Y aquí saldrá en manifestación el falso aserto de que no haber votado o suscrito una norma por la edad nos sustrae de su aceptación que es de una falsedad tan atroz que sonroja rebatirla.

Por otra parte, tampoco es ni parecido llevar a cabo acciones de protesta o de desobediencia civil desde un contexto ciudadano o asociativo que desde una institución. Esta falsa proposición es la que desde el independentismo catalán se está consagrando como verdad fuera de toda lógica. A mí, que siempre he defendido que es preciso avanzar hacia una legislación que contemple la posibilidad de realizar consultas plenamente legales en Catalunya y Euskadi, contemplar como se intenta escapar del imperio de una ley, pretendiendo conculcarla pero apoyándose en sus propias normas, me resulta tan ilógico y difícil de asumir que tengo que pensar que nos hallamos ante una deriva del sentido común y democrático que es imposible asumir. No tengo, por otra parte, ninguna duda de que es absolutamente imposible lograr la independencia de un territorio así.

Insisto en que lo más grave es observar cómo el manoseo imposible y bastardo de la lógica (entiendo que para eso sirvió sacar la Filosofía de las aulas) se desborda por redes sociales y conversaciones dejando sobre el tapete el grave problema de haber renunciado a insuflar en toda la ciudadanía el espíritu crítico y las bases y principios para ejercerlo.

Resulta agotador tener que recordar que una simple urna no significa nada. Franco también las sacaba y además tomaba nota de los que se querían resistir a darle su falso baño de libertad. No hay dictador que se resista a fregarse la mierda con unas papeletas. Una votación democrática debe ser libre, justa y auténtica. La participación debe ser libre y asegurada a todos y debe responder a parámetros legales previos y contar con un censo igualmente legal y con unas normas de mayorías previas y con un control de la limpieza y legalidad del proceso ejercido por un poder judicial independiente. Sin todo eso, sacar las urnas no es en modo alguno más democracia.

También ha habido estos días que clamar en el desierto para recordar que todo ciudadano tiene derecho a reclamar ante los tribunales lo que desee siempre que se ciña a los trámites marcados por el proceso y que serán los jueces independientes, imparciales e inamovibles los que estimen lo ajustado o espurio de sus pretensiones. Sí, todas las personas. Los “maltratadores” con antecedentes cancelados, también y los asesinos en serie y los pedófilos. Todo el mundo puede acogerse al sistema. Es tan obvio que indigna tener que pelear de nuevo por ello. O tener que insistir en que una vez puesta en marcha la maquinaría de la ley nada puede pararla si no se encuentra dentro de las propias normas del sistema. Por eso era mala idea que Juana Rivas no entregara a sus hijos, porque una vez arrancado el sistema penal sólo parará cuando el procedimiento llegue a su fin. En el mismo caso tampoco habría que explicar que si un diputado de Podemos está incurso en un procedimiento penal el tiempo y los avatares procesales y personales no borrarán mágicamente ese pleito que sólo culminará con una absolución o una condena.

Y latiendo en el fondo de todo ello, la gran lucha por explicar que en un sistema democrático el fondo es la forma, es decir, que la forma que adoptan legalmente los procedimientos responde en cada caso al fondo de un derecho o una libertad que se ha querido proteger. No cabe por tanto evitar las cuestiones con un “eso son tecnicismos” porque sólo esos tecnicismos nos protegen de la arbitrariedad y la injusticia.

Por último, campan irritados los que cuestionan todo lo anterior porque consideran que todo el sistema está en falla. No explican cómo ni por qué. No nos dicen qué otro sistema preferirían. Les basta con insistir en que esto no es una democracia real o que la Justicia no funciona. Sin más. Sin matices. Sin posibilidad de respuesta. Cabe perfectamente en un tuit, como pueden apreciar, y en ello reside su fuerza. Siento que entre todas las personas críticas y reformistas no hayamos sido capaces de explicar que si alertamos contra la pérdida de calidad de la democracia es precisamente porque existe esa democracia y la queremos conservar.

La lucha de Parks la ganó el movimiento por los derechos civiles en la Corte Suprema de los Estados Unidos que declaró inconstitucional la segregación racial en 1956. Y es que, por mucho que la saquen ahora en andas, Parks y los suyos sabían que en un estado democrático las luchas se ganan legalmente.

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