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Pili Zabala: víctimas, poder y amarillismo mediático

María Eugenia R. Palop

Hace unos días El Mundo publicó un artículo titulado El doloroso secreto de Pili Zabala, en el que se ofrecía un morboso repaso del asesinato de Lasa y Zabala, y se presentaba a la candidata podemista a lehendakari en su estricto papel de víctima, sin destacar nada apreciable de su proyecto político, sino únicamente sus traumatizantes vivencias, su entereza y sus virtudes personales. El artículo era el fruto de una mezcla preocupante de amarillismo, condescendencia machista e instrumentalización, y venía acompañado, además, de una llamada del periódico a la investigación reveladora del caso, que, aprovechando la ocasión, ponía el acento sobre los innegables aciertos de sus intrépidos y heroicos periodistas, con fines claramente comerciales.

Que los medios de comunicación, siguiendo la estela de ciertos partidos políticos, hagan un uso descarado del rol que las víctimas pueden cumplir en nuestra sociedad, es algo que a estas alturas ya nos ha dejado de sorprender, pero a muchos nos parece todavía lamentable y contraproducente, independientemente del éxito que pueda cosecharse con semejante maniobra.

Por supuesto, está claro que la narración de las víctimas es esencial para garantizar el derecho a la verdad y a la memoria que a todos nos asiste; el derecho a la verdad y a la memoria se orienta al (re)conocimiento colectivo del mal sufrido y no puede pensarse siquiera sin la voz activa de las víctimas. De hecho, la historiografía, esa especie de “verdad oficial” que elude los elementos emocionales y evaluativos, ha sido el fruto, muchas veces, de una mentira institucionalizada, un silencio general, o un olvido forzado, como ha sucedido en España, sin ir más lejos, con los crímenes del franquismo. En España, de hecho, el intento de olvidar o de “no recordar”, la pertinaz negación, la confusión, y la amnesia social han sido estrategias de (des)memoria artificiosamente estimuladas cuyos efectos padecemos todavía. “Es hora de contar los pormenores de esta conmoción nacional antes de que lleguen los historiadores”, decía García Márquez, con sorna, en Los funerales de la Mamá Grande.

Sin embargo, tan peligroso es reducirse a un análisis histórico construido desde el poder, como recurrir continuamente al desnudo testimonio de las víctimas con fines electorales o con objetivos comerciales. Esta ha sido, precisamente, la trayectoria que ha seguido el Partido Popular que, mientras acogía entre sus filas a víctimas de ETA, como María del Mar Blanco, se dedicaba a dividir, confrontar y jerarquizar el relato de unas víctimas y el relato de las otras. El PP ha ninguneado primero y maltratado después a las víctimas del 11M, entre otras cosas, dudando de la verdad judicial sobre el caso, con una obcecación enfermiza; ha dedicado cero euros a la aplicación de la ley de la memoria histórica; ha protegido sistemáticamente el mausoleo franquista, y ha obstaculizado por todos los medios que los cuerpos enterrados en el Valle de los Caídos sean por fin exhumados, más allá del sufrimiento permanente que esto ha ocasionado a los familiares. Y lo ha hecho, obviando, además, tanto el informe que al respecto redactó el relator de Naciones Unidas, como las diversas sentencias judiciales que ya existen en contrario.

Evidentemente, hay víctimas que han conseguido superar el descentramiento, abriéndose a una relectura profunda y autoreflexiva de la experiencia propia, resistiendo la proclividad del poder a su rentabilización, y favoreciendo los procesos reconstructivos en una sociedad rota. Pero lo cierto es que este es un esfuerzo y un acto de generosidad que no se les puede exigir, y cuando se recurre al amarillismo o se las utiliza de forma electoralista lo que se hace es ralentizar y entorpecer estos procesos, sustituyéndolos por la manipulación revictimizante de un dolor particularizado. Algo que en realidad lo revuelve todo para dejar las cosas en el mismo sitio.

La memoria no puede ser individualizada, ni privatizada, con objetivos espurios, ni por las instituciones, ni por los partidos, ni por los medios de comunicación, porque el mayor valor de los casos individuales es el de subrayar que el horror ha sido y es también una experiencia común, cuyo (re)conocimiento y validación tiene que ser social, crítica y democrática. De manera que solo podremos reconstruir la verdad, exigir responsabilidades, y articular un consenso sobre lo intolerable, si conseguimos atender a la vivencia singular de cada víctima dignificándola, y evitando las manipulaciones y las orientaciones interesadas.

Si no tenemos en cuenta todo esto, si no aprendemos a dudar de ciertas estrategias mediáticas y partidistas, para someterlas a la vigilancia pública, examinarlas y ponerlas en cuestión, estaremos tristemente condenados a repetir la misma historia que queremos superar. Y de superarla es de lo que se trata cuando se exige el deber de reconocer pública, social e institucionalmente el dolor de las víctimas; reconocerlo para darle su lugar en un contexto público, no exhibirlo ostentosa e impúdicamente con fines estrictamente privados.

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